El temblor de estos dias


Cuando era pequeña me metía debajo de las sábanas de colores y no salía hasta que apareciera mi madre en el borde de la cama o hasta que mi padre me lanzara uno de sus consejos salvadores. Le tenía miedo a la oscuridad y a miles de cosas que ya ni recuerdo. Pero un día, así sin más, el miedo desapareció y empecé a enfrentarme a cualquier situación. Lo hacía sin temblar y dispuesta a saber qué me encontraría detrás de cada barrera que tuviera delante. He llegado a hacer cosas que, valoradas en la distancia, parecen imposible. Nunca pensé que el miedo volviera.
Ayer llegué al hospital y dos seguritas tapados hasta las cejas me prohibieron la entrada. Me trataban como a una infectada. Por un momento dudé de mi salud, dudé si yo tendría algo y no lo sabía. Por más que intentaba explicarle mis motivos para entrar, no había manera. Me colocaron en una esquina, con otros visitantes, y me hicieron esperar hasta que me comunicaron el protocolo de los próximos quince días. Empecé a temblar y a sentir esa sensación infantil que se apoderaba de mí cuando buscaba refugio debajo de las sabanas de colores. Desde la esquina en la que estaba, oía a un paciente llorando porque no podía ver a su mujer durante la cuarentena. Otro asomaba la cabeza sentado en su silla de rueda, escogido de hombros, y mirando de lejos los árboles de la entrada. Yo abría y cerraba los ojos, sin saber si era cierto lo que estaba viviendo o si me encontraba dentro de esas historias que imagino mientras leo alguna novela. Todo era real. Y todo formaba parte de esta pesadilla que estamos viviendo estas últimas semanas y que tiene un nombre que casi nos aterra pronunciarlo en voz alta.
Nos dieron una única oportunidad para subir a la habitación. Había que aprovecharla bien, porque en los próximos quince días las visitas estarían restringidas. Subí las escaleras a toda prisa y como pude. Sin rozar ninguna pared, sin mirar a nadie. Desde  la puerta vi a mi padre tranquilo, ajeno al miedo que respiramos estos días en la calle. Le di un abrazo y le dije: “De esta vamos a salir, ¿verdad?”. Y me dijo que sí, con la misma fuerza con la que me daba aquellos consejos salvadores cuando era pequeña. Mientras iba hacia mi coche me fui encontrado con otras miradas, llenas de preguntas, fruncidas por la incertidumbre y con la vulnerabilidad de la vida debajo de las pupilas. El miedo acechaba por las esquinas y en el aire estaba la duda de cómo serán los días después de que superemos este temblor que tenemos en el cuerpo.

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