Conchita y todas las mujeres
Amanece y Conchita se levanta. Son las cinco y media la mañana. Se lava la cara con jabón y se recoge el pelo en un moño. Desde muy pequeña se ha acostumbrado a madrugar y esa es su rutina. Sobre el muro de la cocina tiene los ingredientes para hacer el potaje. Lo ha dejado todo organizado la noche anterior. En una olla grande va metiendo las verduras para que se guisen, mientras aprovecha para desayunar su tazón de leche con gofio y un trozo de queso tierno. El queso lo ha hecho ella misma con la leche de sus cabras. Cuando termina de desayunar, lava a mano unas piezas de ropa y las tiende en el patio para que se sequen con la brisa fresca de la mañana.
Cuando las campanas de la iglesia repican ocho veces seguidas, ya está en las tierras recogiendo la fruta de temporada. Es julio y los ciruelos están cargados. Coloca poco a poco la fruta en cajas de madera. Su marido es el que golpea con un palo el árbol para que las ciruelas caigan al suelo. Está siempre atenta a su marido. Le acerca el agua en un botijo de barro cuando ve que está sediento o fatigado. Solo hace pequeños parones para limpiarse las manos en el delantal y alzar la vista hacia el filo de las montañas. En ese infinito deposita todos sus temores.
Con el sol del mediodía agrietando la frente, Conchita sale a toda prisa hacia su casa. Va directa a la cocina y prepara un plato de potaje para que su marido se encuentre la mesa puesta cuando llegue. Ella come de pie, casi atragantándose, para no entretenerse demasiado. Antes de volver otra vez a las tierras, tiene que fregar la loza, recoger la ropa que tendió de madrugada y barrer las hojas secas del patio . Camina de un lado a otro, sin cruzar sus ojos con los de su marido, para que no le pida tener sexo a esa hora. Su marido le grita desde la alcoba y Conchita no tiene más remedio que ceder a sus caprichos. «Para eso eres mi mujer», le dice mientras se afloja el cinturón sucio de barro y azufre. Conchita se lava con una mezcla de agua y manzanilla para eliminar el escozor que se le queda en el cuerpo después de sentir a su marido embrutecido dentro de ella.
La tarde transcurre en un santiamén. Amontona en una hilera las cajas repletas de ciruelas y mira si los animales necesitan agua o comida. Malamente saluda a las vecinas, porque tiene que regresar a casa para preparar la cena. Anochece sin pensar en ella.
Conchita acaba de cumplir ochenta y tres años. Hace cinco que enviudó y ya no trabaja en las tierras. En la tele está viendo a un grupo de mujeres con los puños levantados, con la cabeza alta, con la frente arriba. Gritan y reivindican sus derechos. Le llega la imagen de su pobre niña, que nació muy débil y murió a las pocas horas. Le llega la imagen de su madre, de su abuela y de algunas vecinas, que se fueron con sus voces silenciadas. Conchita da un salto en el sillón y empieza a aplaudir como una loca en el centro del salón. Escucha entre la multitud las súplicas que muchas veces lanzó al filo de la montaña. Conchita se emociona al ver que las mujeres ya no tienen miedo.
Cuando las campanas de la iglesia repican ocho veces seguidas, ya está en las tierras recogiendo la fruta de temporada. Es julio y los ciruelos están cargados. Coloca poco a poco la fruta en cajas de madera. Su marido es el que golpea con un palo el árbol para que las ciruelas caigan al suelo. Está siempre atenta a su marido. Le acerca el agua en un botijo de barro cuando ve que está sediento o fatigado. Solo hace pequeños parones para limpiarse las manos en el delantal y alzar la vista hacia el filo de las montañas. En ese infinito deposita todos sus temores.
Con el sol del mediodía agrietando la frente, Conchita sale a toda prisa hacia su casa. Va directa a la cocina y prepara un plato de potaje para que su marido se encuentre la mesa puesta cuando llegue. Ella come de pie, casi atragantándose, para no entretenerse demasiado. Antes de volver otra vez a las tierras, tiene que fregar la loza, recoger la ropa que tendió de madrugada y barrer las hojas secas del patio . Camina de un lado a otro, sin cruzar sus ojos con los de su marido, para que no le pida tener sexo a esa hora. Su marido le grita desde la alcoba y Conchita no tiene más remedio que ceder a sus caprichos. «Para eso eres mi mujer», le dice mientras se afloja el cinturón sucio de barro y azufre. Conchita se lava con una mezcla de agua y manzanilla para eliminar el escozor que se le queda en el cuerpo después de sentir a su marido embrutecido dentro de ella.
La tarde transcurre en un santiamén. Amontona en una hilera las cajas repletas de ciruelas y mira si los animales necesitan agua o comida. Malamente saluda a las vecinas, porque tiene que regresar a casa para preparar la cena. Anochece sin pensar en ella.
Conchita acaba de cumplir ochenta y tres años. Hace cinco que enviudó y ya no trabaja en las tierras. En la tele está viendo a un grupo de mujeres con los puños levantados, con la cabeza alta, con la frente arriba. Gritan y reivindican sus derechos. Le llega la imagen de su pobre niña, que nació muy débil y murió a las pocas horas. Le llega la imagen de su madre, de su abuela y de algunas vecinas, que se fueron con sus voces silenciadas. Conchita da un salto en el sillón y empieza a aplaudir como una loca en el centro del salón. Escucha entre la multitud las súplicas que muchas veces lanzó al filo de la montaña. Conchita se emociona al ver que las mujeres ya no tienen miedo.
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