La suerte
Va a verlo los siete días de la semana.
Le lleva chocolate, unos yogures desnatados y los rascas de la Once. El hombre,
antes de que lo ingresaran en el hospital para recuperarse de un infarto,
tentaba todos los días a la suerte. Llegó a ganar algún premio. Poca cantidad,
pero lo suficiente para engancharse e invertir las monedas que siempre llevaba sueltas
en el bolsillo. Compraba a diario dos o tres cupones, con la esperanza de ser
uno de los afortunados en el reparto de la diosa fortuna. Ahora, que está
ingresado y alejado del bullicio cotidiano, su mujer hace lo posible por
mantenerle la ilusión. Los cartones los coloca sobre la mesilla plegable y
comienza a rascar mientras habla de la felicidad que alcanzaría si llegara el
premio en ese momento.
La enfermera los había advertido. El
hombre no mejoraba y se temía nuevas complicaciones. El médico entra en la
habitación con una carpeta en las manos en la que lleva los últimos resultados.
El hombre levanta la cabeza, dejando a un lado los cartones sin premio. La
mujer, al mirar a los ojos del médico, tiene la sensación de que las paredes
pesan y de que el techo se le cae encima de los hombros. El médico empieza a
hablar y en la habitación se oye el ruido violento de la suerte.
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