La empatía


Suelo detenerme a escuchar a las personas mayores. Debajo de la ventana de mi casa hay un banco de madera en el que se sientan tres o cuatro ancianos. Tienen entre setenta u ochenta años. A veces, sobre todo los domingos, abro la ventana y dejo que sus voces entren en mi habitación. Y entonces los escucho. Si uno habla, los demás esperan en silencio, sin necesidad de interrumpirse ni competir con sus argumentos. Respetan el turno de palabra. Son hombres que han recorrido muchos caminos y que han atravesado senderos, rectos o con pendientes. Y seguro, no lo dudo, han tenido algún momento de gloria en sus años de juventud. Están ahí, sentados, desgranado segundos custodiados por el sol o por el viento. Viven ajenos a la tecnología y a las redes sociales y, en ningún momento de la conversación, cogen un móvil en la mano. Pueden pasar dos o tres horas charlando de política, del tiempo o de esas enfermedades que temen que lleguen y que ojalá la vida no les regale. Se despiden deseándose lo mejor, con la pausa de la vejez, y sabiendo que volverán a verse con la misma frescura al día siguiente. La situación se repite a diario. 
De la misma manera que escucho a los mayores, me paro en las conversaciones de los grupos de wasap o de Facebook. Ahí, en el mundo virtual, ocurre lo contrario: no se respeta el turno de palabra, el que escribe cree tener en sus manos la verdad absoluta y, aunque parezca que hay silencio, está el ruido que ocasiona el malestar por algún emoticono que no viene a cuento o por un comentario que el destinatario no acepta. Y así nos vamos acostumbramos a esta manera de comunicarnos con los otros y con los iguales. Los amigos te mandan mensajes para preguntarte como estás y, suele ocurrir que, la conversación se queda a medio porque después de la respuesta a la pregunta llega un frío y mecánico Ok. En el Ok tienes que descifrar que la otra persona te escuchó y recibió la emoción que sostenías mientras intentabas explicarle tus dolores o incomodidades.
Me temo que, si seguimos así, los mayores que venga en un futuro no usarán en sus conversaciones las reglas universales que dominan los que se sientan en el banco que está debajo de la ventana de mi casa. Habrán olvidado lo que es escuchar. Y perderán la sensibilidad de ponerse en el lugar del otro.

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