La riqueza de la limpiadora
El dueño era un
señor muy guapo. Cuando digo guapo, lo digo de verdad. Los ojos grandes, de un
marrón intenso, la piel blanca y el pelo con unos pequeños rizos que siempre
llevaba engominados. Me había contratado para que limpiara las oficinas y el
almacén en el que guardaba los materiales. No me pagaba mucho. Me daba un sobre
al final de mes con la cantidad acordada. Con ese dinero, y con lo poco que
ganaba limpiando otra casa, cubría los gastos de las medicinas de mi madre, el
alquiler y la comida. Mientras mi madre estuviera cuidada, mis caprichos
pasaban a un segundo plano y perdían importancia.
El despacho del
dueño lo limpiaba desde que llegaba a la empresa. A las ocho de la mañana. Él
siempre estaba sentado en su sillón, hablando por teléfono y rodeado de
montañas de papeles que apartaba cuando pasaba el paño húmedo sobre la mesa.
Comencé a pintarme los labios de rojo para ser más atractiva con la bata blanca
que usaba como uniforme. Pocas veces me hablaba, pero cuando lo hacía, solo
alardeaba de las ventas, de los beneficios, del dinero que tenía en varias cuentas
y de la cantidad de viviendas que su empresa estaba construyendo en diferentes
puntos de la isla. Los directores de los bancos eran sus amigos y confiaba
plenamente en ellos. Se reía fuerte, muy fuerte, de los que vivían asustados
con la crisis. En esos momentos que se desahogaba conmigo, me nombraba
conceptos que no entendía demasiado o que eran completamente nuevos para mí. Él
me gustaba y me ponía muy nerviosa cuando me hablaba, como una quinceañera que se
enamora por primera vez. Al principio, a todo lo que me contaba, respondía con
monosílabos para que notara mi interés y no me tomara como una mujer bruta e
inculta. Muchas de esas palabras que nombraba las retenía en mi memoria y por
la tarde las buscaba en Internet para conocer su significado, y, cuando me las
volviera a nombrar, poder contestarle con exactitud y sabiendo lo que hablaba.
Quería ganarme su confianza. Todos eran conceptos relacionadas con operaciones
bancarias, mercados financieros, con dinero y más dinero. Fui dominándolas poco
a poco. Me sentía inferior a él en cuanto a educación y nivel económico, pero,
como siempre había sido muy soñadora, nunca perdí la esperanza de que mi jefe,
el dueño de la constructora más importante de la zona, se fijara en una
limpiadora como yo.
Aquella mañana
había ido a comprar las medicinas de mi madre a la farmacia. Hacía dos años, diez
meses y tres días, que ya no trabajaba como limpiadora en la empresa de
construcción. Lo reconocí a lo lejos. Aquellos ojos marrones los tenía grabados
dentro de mí porque todavía soñaba con ellos por las noches. Él tenía un
aspecto desaliñado y sucio, y, casi se podía ver la roña en sus brazos. Caminaba
cabizbajo y arrastrando los pies y el peso de su cuerpo. No me atreví a acercarme
para saludarlo. Me escondí detrás de un árbol para que no notara mi presencia. Esa
mañana fría de invierno, con el vacío de sus ojos delante de mí, entendí lo que
era perderlo todo. Sujeté la bolsa de las medicinas de mi madre y agradecí lo ricas
que siempre habíamos sido.
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