El escribiente


Recogía las cenizas de las hogueras de San Juan. Las metía en una bolsa y se las llevaba a su casa. Las esparcía sobre la mesa de su escritorio y, mojándose el dedo índice en el polvo oscuro, comenzaba a escribir poemas con la punta de la yema. Los que leían los poemas se sentían reflejados en cada verso y en cada metáfora. Todos lo admiraban por esa capacidad de acercarse a la realidad y a la verdad. El solo copiaba los deseos que otros dejaban escritos. Nadie miente cuando formula un deseo.

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