La fuerza de los nombres


Llama a  Carmen. Carmen fue su primera hija. Una niña tranquila que vino al mundo un domingo lluvioso de enero. Mónica, su segunda hija, nació cuando Carmen ya tenía tres años. También llama a Mónica.  Llama a sus dos hijas. Lo hace por la mañana, a la hora de la comida, cuando sueña, cuando se toma las medicinas. Dejó de trabajar para cuidar a Carmen y dedicarle el tiempo que se merecía. La alegría que transmitía Carmen en su cara era una prueba de que crecía muy feliz. Siempre sonriendo,  con su lazo de raso en la cabeza y los zapatos de charol. Todas las tardes, cuando el parque se llenaba de otros niños y niñas , se sentaba cerca de los columpios para que Carmen jugara y tuviera contacto con su entorno. En invierno o en verano. Le daba galletas y no le importaba que la niña se pringara las manos y la cara saboreando cada mordisco. La vitalidad de Carmen reflejaba su satisfacción. Cuando Mónica llegó, Carmen ya corría y caminaba con soltura. Una con el pelo rizado, y la otra con la melena oscura como la noche. Llevaba a las dos al parque, cerca de los columpios. Mónica sentada en el carro y Carmen saltando y deslizándose por el tobogán como encontrando la libertad para tocar todos sus deseos.
Las dos hicieron la primera comunión el mismo día. La fiesta tenía que ser inolvidable para las niñas. El traje de Carmen llevaba unas flores blancas a la altura de la cintura y tenía varios  encajes y piedrecillas pequeñas. Parecía la princesa de los cuentos que leía por las noches. Mónica eligió un vestido beige, el cuello redondo y las mangas de farol. Le hacía más alta. Fueron el centro de todas las miradas dentro de la iglesia. El banquete lo hicieron en un restaurante muy conocido de la ciudad, con muchos familiares, los cercanos y los primos que solo veían en eventos importantes. La alegría  de la fiesta tiñó las nubes de un blanco inmaculado.
Las llama desde que abre los ojos cada mañana y amanece en la habitación 223 donde parece que el azul del cielo se niega a entrar. Grita con fuerza una a una las vocales de los nombres. Las enfermeras ya no la mandan a callar y la dejan que grite hasta que termina quedándose dormida. Se despierta y vuelve a reclamarlas. Un día y otro. En voz alta. Carmen y Mónica no van a verla. Las seguirá llamando en esa cama de la habitación 223 hasta que su voz se apague y no pueda nombrarlas más. El eco de las risas de aquellos juegos infantiles se terminará apagando para siempre. Al pasillo volverá el silencio.


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