Piel de gallina
Fuimos
compañeros desde pequeños. Aquel día comenzó a llorar cuando la maestra nos
prohibió ir al recreo por nuestro comportamiento. Todos los compañeros lloramos,
nos enfadamos, pero el llanto de él era estremecedor y exagerado para un hecho
tan simple como quedarse sin bajar al patio. Cuando reía, estallaba en una
carcajada contagiosa, haciendo un sonido muy extraño, similar a un ave. Me
confesó su hipersensibilidad cuando, no recuerdo el motivo, se le puso la carne
de gallina. Tuvo que acariciarse la piel durante unos segundos para que
desapareciera el vello erizado. Él magnificaba en su interior cualquier suceso
exterior. El destino hizo que termináramos trabajando en la misma oficina. Era
un hombre poco hablador pero su risa seguía igual de explosiva y con ese sonido
tan poco humano y característico en él desde que era pequeño. Me invitó a su
casa para tomar unas cervezas después de un día muy duro en el trabajo. Vivía
solo. Desde que atravesé la puerta me recibió un olor a ácido, a materia
muerta. En la cocina, donde estuvimos charlando un
rato, tenía sobre la encimera montañas de cáscaras de huevos. Se dio cuenta de
que las miraba fijamente. Me dijo que cuando las acariciaba las reconocía de su
propia especie y disminuía cualquier emoción intensa que lo incomodaba. Dudé si
cacareaba o hablaba cuando me lo contó.
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