Miedo infantil
El abuelo no
dejaba que nos acercáramos a él. Le faltaba un ojo, el derecho. Caminaba
arrastrando el pie izquierdo, como si lo llevara cosido con un hilo muy fino y
estuviera a punto de salirse del tobillo. Entre los rumores que corrían sobre
él, decían que nació así porque, cuando su madre estaba embarazada, los
conflictos por una herencia familiar terminaron con una desgracia debido a los
maleficios de las brujas. Creció con una deformidad que le impedía hacer una
vida normal. Cuando visitábamos a mis abuelos estaba sentado en la entrada del
pueblo agarrando un palo en la mano. Levantaba el palo muy alto para
saludarnos. Yo bajaba la cabeza, miraba al suelo, para que mis ojos no se
cruzaran con el único ojo que tenía. Su presencia me encogía el cuerpo y el
corazón latía tan fuerte que tenía que acariciarme el pecho para calmarlo. Procuraba
no pasar cerca de donde vivía, si tenía que hacerlo, corría tan rápido como me
permitían mis pies. El abuelo contaba historias muy raras de él. Anécdotas que
iban de boca en boca. Vivía solo. Completamente solo. Vestía siempre con la
misma ropa, un pantalón marrón y una camisa de cuadros grises. En invierno se
ponía una chaqueta de cuero que le daba un aspecto terrorífico. Olía muy mal
porque nunca se bañaba, la roña le cubría la piel. Desde que sus padres
murieron nadie quiso darle cariño ni cuidarlo. Los vecinos decían que en su
casa guardaba los ojos de los animales que veía muertos y que, delante del espejo, se los colocaba en el
hueco que la naturaleza le dejó libre. Las mujeres se lavaban con romero para
eliminar la negatividad que recibían cuando se lo encontraban. El panadero aseguraba
que, una mañana, mientras sacaba la harina para comenzar con su trabajo, le
apareció con el ojo de una vaca que habían sacrificado por enfermedad. Aquel
día la hornada se le quemó y tuvo que tirarla a la basura. El cura era el único
que no huía de él. Rezaba en todas las
misas para que los vecinos se olvidaran de las historias y mentiras que habían
inventado sobre el pobre infeliz. Nadie quería tenerlo cerca.
Un domingo de noviembre,
el día de mi cumpleaños, salí por los alrededores de la plaza a jugar con una
bicicleta que me habían regalado. Me enredé con los cordones de las playeras y
terminé rodando por el suelo como una pelota de pin pon. Sentí que alguien me
daba la mano para levantarme. Delante de mí había una cara con un solo ojo. Me
cogió en brazos para sentarme en el muro que estaba cerca de la puerta de la
iglesia. Me acarició el pelo y se fue cojeando con el pie izquierdo. No me
habló. El palo lo sujetaba debajo del brazo. A lo lejos su figura se difuminó y
desapareció poco a poco. El sol le daba de frente y creí que lo atravesaba
hasta meterse dentro. No me pareció tan horrible. A mis padres solo les conté
la caída de la bicicleta.
Asocio el miedo
infantil a este recuerdo. Todos hemos tenido en nuestra infancia un señor con
el que nos metían miedo. Teníamos pesadillas con él o vigilaba el pasillo
cuando oscurecía. Al mío le faltaba un ojo y arrastraba el pie izquierdo, como
si lo llevara cosido con un hilo muy fino y estuviera a punto de salirse del
tobillo.
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