No existen


Los fantasmas no existen. Siempre lo he tenido claro, y aunque alguna vez los nombro en algún relato, lo hago como si nombrara a una piedra o a un trozo de rama seca. Hace unos días tuve que revisar una vivienda que estaba vacía porque el inquilino había fallecido hacía unas semanas. El pobre hombre no tenía hijos. El único sobrino que se encargó de su final me dio permiso para que tirara todo lo que encontrase porque nadie lo usaría. Dejé la puerta abierta para que se marchara el olor a humedad que salía de las habitaciones. Entré despacio, con ese miedo que te acompaña cuando te adentras a un lugar en el que te puedes encontrar alguna sorpresa. Las ventanas estaban cerradas. En la calle las ramas de los árboles no se movían y no hacía viento. Cuando iba a mitad del pasillo, la puerta de entrada se cerró del golpe como si alguien hubiese tirado por ella con fuerza y con rabia. El ruido activó algún resorte en mi interior y salí corriendo de la vivienda. Bajé las escaleras tan rápido como pude, con el cuerpo temblado, sin importarme que mis pies se enredaran uno con otro y terminara rodando. Mientras estoy escribiendo me sigue acompañando el frío que me recorrió el cuerpo. Ya he olvidado la caricia en la mano derecha.

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