Aquellos vecinos
Los vecinos de antes eran otra cosa. De aquella
vecina nunca supe su verdadero nombre. Pero nos saludábamos cuando nos veíamos
como si fuéramos de la familia. Abría la puerta de su casa para ofrecernos una
taza de café, una sonrisa y aliviar sus penas. Sufría. Eso era lo que trasmitía
cada vez que se sentaba en el sillón de cuero marrón y contaba su deseo de ser
madre. Nunca tuvo hijos. Vivía con su marido, del que tampoco conocíamos su
nombre. Los identificábamos como los vecinos de la esquina, los que
decoraban la azotea con cactus y helechos. A veces se derrumbaba mientras
hablaba y sacaba un pañuelo arrugado que guardaba en el bolsillo del vestido.
Se limpiaba los ojos constantemente para arrastrar con él las desgracias que
decía que el cielo le había asignado. Desgranaba sus males con esa voz rota que
sale cuando nos abrimos delante de los demás. La casa parecía un templo sagrado
con todas las figuras de porcelana alineadas sobre el aparador de la entrada,
brillantes y sin polvo. El aplique de neón de la cocina temblaba cuando le daba
al interruptor para que iluminara. Ella sacaba de la despensa el palo del
cepillo para golpear el aplique hasta que funcionara correctamente. El retrato
de la boda, con un marco más bien feo y de unos novios demasiados serios para
la ocasión, custodiaba el pasillo que llevaba hasta un salón recargado de
cortinajes. Daba consejos, sosteniendo la mirada y sonriendo, como una sabia
perteneciente a una tribu importante. Pasaba el tiempo, los años, y seguía
intacta. La misma. Vengan cuando quieran, decía cuando se terminaba el café y
nos despedíamos de ella.
Hoy los vecinos cambian de un mes a otro. Se van sin decir adiós. Un día llegas y te encuentras a los nuevos de sopetón. Y te escanean de arriba abajo a ver si eres de fiar. Tú terminas haciendo lo mismo. Viven con la puerta de la casa cerrada a cal y canto para evitar cualquier contacto con el exterior. Una tarde cualquiera oyes ruidos sospechosos. Afinas el oído y los ruidos son cada vez más intensos. Empiezas a especular si los vecinos forman parte de una organización extraña o si están haciendo una macrofiesta en los noventa metros cuadrados de la vivienda. Cuando te los encuentras en el supermercado, bajas la cabeza para que no te identifiquen, porque ellos nunca serán como esa vecina que hacía el queque de gofio como nadie en este mundo.
Hoy los vecinos cambian de un mes a otro. Se van sin decir adiós. Un día llegas y te encuentras a los nuevos de sopetón. Y te escanean de arriba abajo a ver si eres de fiar. Tú terminas haciendo lo mismo. Viven con la puerta de la casa cerrada a cal y canto para evitar cualquier contacto con el exterior. Una tarde cualquiera oyes ruidos sospechosos. Afinas el oído y los ruidos son cada vez más intensos. Empiezas a especular si los vecinos forman parte de una organización extraña o si están haciendo una macrofiesta en los noventa metros cuadrados de la vivienda. Cuando te los encuentras en el supermercado, bajas la cabeza para que no te identifiquen, porque ellos nunca serán como esa vecina que hacía el queque de gofio como nadie en este mundo.
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