Una mujer alegre

Se enfadó mucho el día que la maestra le dijo que era muy mala en Matemáticas. Como castigo, además de un negativo, la obligó a ordenar los libros de la biblioteca. Atravesó el pasillo con los ojos humedecidos y odiando las matemáticas para siempre. Las Matemáticas la habían dejado en ridículo delante de sus compañeros de clase. En la entrada de la biblioteca había un cartel que decía: “ Cuando te sientas triste, abraza un libro”. El golpe que dio a la puerta levantó de la silla a la chica con ojos saltones, que era la encargada de mandar a callar en la sala. Con un hilito de voz, casi susurrando, le señaló una montaña de libros que había en la esquina de la habitación. Se sentó a regañadientes en aquel rincón, todavía enfadada, y pensando en lo que diría su madre por el negativo que le acababan de poner. Los libros estaban esperándola. Comenzó a colocarlos por orden alfabético y, para ir más rápido, lo hizo por tamaños. Acariciaba los lomos con la misma ternura que acariciaba sus juguetes nuevos. A la hora de estar allí ya se sabía la vida de algunos de los personajes que aparecían azarosamente cuando se abrían las páginas. Los miraba en silencio, en ese silencio que solo crea la complicidad. Esa noche no pudo dormir pensando en los amigos que acababa de encontrar. Se olvidó del odio a las Matemáticas.
Ya no es una niña y es la mujer más alegre que camina por la calle. A veces la gente susurra cuando la ven, casi con envidia, porque tiene un aspecto muy jovial y seguro. Se sienta sola debajo de un árbol, en el banco de la plaza, en lo alto de un acantilado. Siempre con un libro en la mano.

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