La papaya
No sé por qué me senté debajo del
árbol. El árbol lo plantó mi padre hace años, da igual el día que lo hizo. Cogí
una papaya madura. Noté el frío de la tierra porque estaba descalza. Con un cuchillo
que tenía en la mano, el mismo que usé para arrancar la papaya de su origen,
corté un trozo y lo pelé. Clavé los dientes sobre la carne anaranjada. El jugo
goteó y resbaló desde la palma de mi mano hasta la parte interna del brazo. Lo
chupé. Lo chupé con la lengua hasta que desapareció la última gota que me
mojaba la piel. Me acordé de mi padre, que solo sonríe cuando la compota de
manzana le mancha la comisura de los labios y yo lo limpio antes de que le llegue
al filo de la barbilla. La papaya estaba dulce, la papaya que hace años fue una
semilla, la de la finca, la de color anaranjado. Me sentía bien con los brazos pegajosos y el
sabor dulzón en la garganta. Me apetecía comerme la fruta sentada debajo del
árbol. Llega un momento en la vida que
solo te apetece hacer aquello que te hace feliz. Aquello que haces mientras dices:
algún día me voy a reír de esto. Lo sé, tú también hacías lo mismo cuando
llegabas a la finca.
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