El ladrón de sueños
Había perdido todas las esperanzas. Aquella noche, cansada de intentarlo, apareció él. El chat se activó y la saludó. Llevaba tres meses metida en aquella página de flirteo y, con dos o tres frases que le escribieran, ya sabía cómo sería la persona que estaba al otro lado. Parecía educado, sin malos rollos, sincero, y lo mejor, no conectó la webcam para enseñar su parte más íntima. Los había así. Después del chat llegó el teléfono. Tres horas seguidas hablando, descubriéndose, sorprendiéndose por las casualidades que encontraban en sus pasados, que les hacía pensar que eran dos almas gemelas. Esa noche no se enamoró. Fue a la semana, cuando quedaron en una cafetería para saber si realmente estaban hechos el uno para el otro. Lo fue. Eso pareció. Él insistió en pasar la noche con ella, en su casa por supuesto, pero se negó porque le parecía muy arriesgado. Ahora que lo piensa, aplaude esa decisión. En esa primera cita le regaló dos libros y un marcador con un poema escrito por ella. Ambos coincidían en gustos literarios y aficiones. Si sus escritos se hubieran encontrado en una esquina, habrían tomado la misma dirección. A la mañana siguiente le llamó para decirle que se había pasado toda la noche sujetando la bolsa en la que le llevó el regalo. Olía a su perfume. Le pareció tan tierno que lo invitó a su casa. Esa noche durmieron juntos, con caricias que quemaban por dentro. Tocándose y siendo tocados. Él se limitaba a recorrerle la espalda despacio, paso a paso, como si el dedo fuera un lápiz y con él iba trazando sus pensamientos sobre su piel, cubriéndole los hombros y el pelo de besos. Estaban tan felices que estuvieron a punto de mandarle un mail a la página en la que se conocieron para felicitarlos por la fiabilidad de las estadísticas que usaban para seleccionar a las parejas. Por un tiempo ella fue su musa. Se convirtió en la protagonista de todos sus poemas o relatos que escribía. A ella le sucedió lo contrario. Su inspiración se bloqueó. No fue capaz de dedicarle nada. En ese momento no le dio importancia. Estaban tan acaramelados que pensó que sería efecto de la efervescencia en la barriga, pero, cuanto más tiempo pasaban juntos, menos fuerza tenía para coger un folio. Sin embargo, él aumentaba en creatividad.
Así pasaron tres años. Durante ese tiempo ella no pudo escribir ni leer nada. Mucho antes de irse a vivir con él, se levantaba todas las mañanas muy creativa y no paraba hasta que lograba materializar lo que le pasaba por la cabeza. Pero sin darse cuenta, a su lado se bloqueaba y era incapaz de hacer nada. Alguna vez, por error, creyó que cuando pasara la primera etapa del enamoramiento, más relajada, volverían a surgir las ideas. Durante el tiempo que estuvieron juntos, él ganó varios concursos de relatos y publicó dos libros, según decía, gracias a su musa. Ella se dirigía hacia la deriva, sin saberlo.
El viento movía una blusa blanca que estaba tendida en la solana el día que le dijo que no podían estar juntos. La blusa parecía una hoja en blanco que, invitándola a escribir, le mandaba señales para que se diera cuenta de que su vida ya no le pertenecía. No recuerda cómo se enteró, pero supo que tenía otras musas a las que absorbía y controlaba. Ya no deja que nadie le quite nada que sea de ella. La inspiración la esperó y fue paciente el tiempo que la descuidó. De él supo que abandonó las letras. Si alguien intenta nombrarlo, se aleja. Ella acumula un amplio listado de libros publicados. A veces la inspiración le llega mientras camina por la calle, cuando toma un café, cuando mira por la ventana y todo está callado. No ha dejado de creer en el amor.
Así pasaron tres años. Durante ese tiempo ella no pudo escribir ni leer nada. Mucho antes de irse a vivir con él, se levantaba todas las mañanas muy creativa y no paraba hasta que lograba materializar lo que le pasaba por la cabeza. Pero sin darse cuenta, a su lado se bloqueaba y era incapaz de hacer nada. Alguna vez, por error, creyó que cuando pasara la primera etapa del enamoramiento, más relajada, volverían a surgir las ideas. Durante el tiempo que estuvieron juntos, él ganó varios concursos de relatos y publicó dos libros, según decía, gracias a su musa. Ella se dirigía hacia la deriva, sin saberlo.
El viento movía una blusa blanca que estaba tendida en la solana el día que le dijo que no podían estar juntos. La blusa parecía una hoja en blanco que, invitándola a escribir, le mandaba señales para que se diera cuenta de que su vida ya no le pertenecía. No recuerda cómo se enteró, pero supo que tenía otras musas a las que absorbía y controlaba. Ya no deja que nadie le quite nada que sea de ella. La inspiración la esperó y fue paciente el tiempo que la descuidó. De él supo que abandonó las letras. Si alguien intenta nombrarlo, se aleja. Ella acumula un amplio listado de libros publicados. A veces la inspiración le llega mientras camina por la calle, cuando toma un café, cuando mira por la ventana y todo está callado. No ha dejado de creer en el amor.
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