Un buen susto
Primero murió su marido, por una larga y
horrible enfermedad. Luego su hijo decidió irse a estudiar a Inglaterra y
terminó viviendo allí porque se enamoró de una compañera de clase. Hablaba con
él por Skype, pero para ella no era suficiente. Vivía sola y todas las noches
se acurrucaba con miedo en la cama. El día de su setenta y nueve cumpleaños,
mientras se comía una ensalada y una pechuga al horno, su corazón le dio un
susto. Con el pulso tembloroso, como
pudo, llamó a un taxi para que la llevara al centro de salud. No tenía nada importante. Una subida de tensión
que le obligó a tomarse cuatro gotas de una medicina amarga que le encogió el
estómago cuando se las tragó. Mientras esperaba a que la atendieran, habló con
una señora con acento sudamericano que había acudido a urgencias por un
latido impertinente en el costado. A su derecha se sentó un señor quejándose de
que el frío le estaba partiendo todos los huesos. Aquella noche, a pesar del
susto que le dio su corazón, notó que las horas pasaban más rápido, acompañada
de otras personas que necesitaban ser escuchadas y arropadas en su dolor. Al
día siguiente volvió a la misma sala de espera. Y al siguiente. Y al otro.
Hablaba de todo, de poco, de algo. Lo tomó como una costumbre que le ayudó a
llenar aquel infinito que soportaba desde que su marido y su hijo se marcharon
para siempre. Un adiós gris, como el papel desgastado que decoraba su
habitación. La enfermera ya sabía a qué iba y la nombraba en el altavoz como
una paciente más. Ella sonreía. Se sentía acompañada.
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