El amante

Ayer quedé con mi amante. Me estaba esperando en el sillón del salón. Le di la llave de mi piso en la segunda cita. El primer encuentro fue en su casa pero nos arriesgamos demasiado. Recuerdo que apunté la dirección de su casa en el margen izquierdo de una hoja de libreta, en ese lugar donde vamos haciendo garabatos cuando hablamos por teléfono. Con un amante puedo dejar la ropa tirada en el pasillo, depilarme cuando quiera, y no necesito dar explicaciones de mis entradas y salidas. Nadie sabe que tengo un amante y a nadie se lo quiero contar. Nos metemos en la cama sin indagar mucho en nuestras vidas. Debajo de las sábanas acariciamos silencios, mordemos despacito, muy despacito, los miedos. Con la piel todavía caliente y el deseo impregnado en la habitación, se fuma un cigarro con la espalda apoyada en el cabezal de madera. Hablamos muy poco. Cuando nombra a su mujer baja la cabeza para que no vea las grietas rojas que le van saliendo en los ojos. Lo acaricio y la gata se sube a la cama y se encaja como un puzle en medio de los dos. Bebemos cervezas y, entre trago y trago, nos robamos el aliento cuando juntamos nuestros labios hambrientos. El vecino de arriba, como intuyendo nuestro encuentro, pone la bachata a todo volumen. Pero nosotros nos enroscamos y volvemos a comer soledades. Ese ratito que vivimos juntos perdura hasta la siguiente cita. Agarramos muy fuerte los minutos sin soltarnos nosotros. Pocas veces sabemos cuándo será el siguiente instante. Depende de sus horarios, de los horarios de su mujer, de la nueva mentira disfrazada de verdad. Pero siempre encontramos un hueco para lo prohibido.
Ayer quedé con mi amante y me ha dicho que quiere venirse a vivir conmigo. Ha dejado a su mujer porque no puede verla sufrir. Y no sé cómo decirle que lo que quiero es un amante. Yo solo busco instantes perpetuos porque, con tantos errores acumulados, ya no creo que las raíces profundicen.

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