Así de simple

Necesitamos de los demás para crecer como persona. Necesitamos compartir lo que nos ocurre; lo bueno para que aumente, lo malo para digerirlo. Necesitamos que nos achuchen, que nos acaricien, que nos abracen. Desde que nacemos. Un niño recién nacido, por ejemplo, no sobreviviría sin cariño. Y llega un momento en la vida que nos agarramos a lo que necesitamos. Llevo dos meses y medio metida en la habitación de un hospital. Dos o tres horas. Otros días más. Y allí he visto la felicidad. No la que nos venden con lacitos artificiales o la que sentimos cada día por ese subidón de autoestima que recibimos por unos mensajes editados que, por mucho que queramos, siempre estarán exentos de miradas y de caricias. No es esa felicidad. Hablo de la felicidad que he visto en aquellos pacientes con los que me he sentado a hablarles y a sujetarles la mano. Hay una señora que está sola. Sus hijos viven en Italia y lleva cuatro meses ingresada. Ella agradece cada día mi visita haciéndome un hueco en la cama, compartiendo su preocupación por su enfermedad, o dejando la mano cerca de mi muslo para que se la agarre. Se despide invitándome a que vuelva al día siguiente. Y en ese ratito es feliz. Con otros enfermos a los que saludo ocurre lo mismo. Muchos de ellos están casi todo el día observando el ruido del silencio. Buscan que los acaricie, quieren una conversación al oído. A veces me hacen llegar las quejas de los enfermeros que los mueven con prisas y dando voces. Y ellos activan sus cinco sentidos cuando los escucho. Me refiero a esa felicidad. Será de los pocos regalos que nos llevaremos, junto con los paseos en la orilla de la playa, el sol que nubla la vista de tanto mirarlo de cerca o la humedad de la tierra mojada. El resto pertenece a las arcas de hacienda. No podemos perder esta forma natural de comunicarnos o de mirar detenidamente a las personas que tenemos cerca de verdad. Antes de que el tiempo pase factura, tendremos que pararnos a decir lo que con las palabras no es suficiente. No hay que esperar a ser viejos para hacerlo. Porque nada llenaría el hueco que queda.

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