La verruga de Lola

Lola se escondía detrás de los árboles del parque para pasar desapercibida. Miraba a los enamorados cuando se besaban o cuando se acariciaban lentamente. Lola sentía que su cuerpo se encogía de envidia. Lola, cuando llegaba a su casa, se colocaba delante del espejo y soñaba con tener a alguien que la rodeara por la espalda. Se tocaba con rabia la verruga de dos centímetros y medio que tenía en el labio superior. La protuberancia, además de afear su cara, no la dejaba usar carmín. Decir que era guapa era un error.  Tenía los ojos pequeños, la nariz chata y una mancha de nacimiento que le cubría la mitad de su mejilla izquierda. Intentaba arreglarse para que se fijaran en ella.  Vestía siempre con camisetas de diseños originales y pantalones vaqueros que compraba en tiendas de marca. Solía ser generosa, educada y amante de la literatura. Pero Lola, con treinta y cuatro años, nunca había estado enamorada. Nadie la había besado. Era la verruga de dos centímetros y medio la que hacía que la rechazaran.

Sus compañeras de trabajo le preguntaban constantemente por su estado sentimental. Lola se inventaba novios para callarlas a todas. Había tenido novios de varias nacionalidades que la abandonaban desde que regresaban a sus países. Los describía con tanta exactitud que nadie se daba cuenta de las mentiras. Pero Lola se había cansado de engañar. Ese 14 de febrero no fue a trabajar y desconectó su móvil para que no la molestaran. No quería ver la mesa de su despacho vacía mientras sus compañeras presumían de la orquídea que tenían al lado del teclado del ordenador. Se quedó en su casa llorando. En su llanto había lágrimas por su corazón vacío y por la verruga de dos centímetros y medio con la que tenía que vivir toda su vida. Esa noche, Lola se quedó dormida pensando si sería la única mujer en el mundo que vivía sin saber lo que era un beso. 


Comentarios