La espera
Después del
almuerzo suele leer algunas revistas. Va pasado las páginas despacio y se
detiene en las recetas de cocina. A
veces se duerme y deja que sus sueños la arrastren. Vuelve a su salón y a sus
telas de colores y a los hilos con los que cosía vestidos a las mujeres que
solicitaban sus servicios. Oye a su nieto jugar a su lado y entretenerse con
los retales que van cayendo al suelo. La máquina de coser le costó cinco mil de
las antiguas pesetas y la fue pagando a plazos, con lo poco que iba ahorrando
cada mes. Sus clientas se quedaban boquiabiertas con las prendas que hacía. Era
muy buena costurera. Se despierta. Durante el día hay mucho ruido en la calle y
no duerme demasiado. Cuando ve una sombra en la puerta, levanta la mano porque
cree que alguien entra en la habitación. Sonríe y mantiene la mano en alto
hasta que se da cuenta de que no hay nadie. El horario de visitas empieza a la
tres del mediodía y su hija no llega hasta después de las cinco, cuando sale de
trabajar. A las cuatro merienda galletas con un poco de leche y dos cucharadas
de café claro. Le han prohibido el azúcar, y se ha acostumbrado al sabor amargo
de los alimentos. Por la mañana suele mirar al techo y contar las rayas de sol
que se filtran por la ventana. Hay días que no siente ni frío ni calor. Ni sabe
si es domingo o empieza la semana. Desde hace diez meses, esta es la única
dirección en la que se mueve su realidad. Tiene miedo. Miedo a la espera. Miedo
al ruido del sufrimiento.
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