La cueva
Fue imposible entrar sin pensar
en aquellos que hace siglos rompieron esas piedras para protegerse del
exterior. Cuando llegamos, alguien dijo que parecíamos los protagonistas de la
película En busca del arca perdida. Atravesamos las paredes en la que
respiraron los aborígenes. Tocamos la tierra, traspasamos las raíces y llegamos
a los orígenes. Afuera estaba el bullicio y las exigencias de la inmediatez mientras
dentro todo era silencio y quietud. Cerramos los ojos para vivir
un viaje de sonidos y sensaciones. A veces llegaba el miedo. Otras la alegría.
La tristeza, el desaliento, la tranquilidad. Las paredes, aunque estaban frías,
latían y tenían vida. Unas paredes que han visto mucho, las derrotas de los aborígenes,
las victorias, las preguntas que lanzaban al azar, la simpleza, a las mujeres
parir, a los niños dormir alrededor del fuego. Un lugar que fue habitable y que
ahora miramos con asombro y alejado de la realidad en la que vivimos. Salimos
de la Cueva Madre con la energía que nos entregó. Con ese silencio que solo
encuentras en los lugares que han perdurado en el tiempo y que no están
contaminados de las comodidades que ha buscado el hombre para encontrar su bienestar.
No sé si algunos de los estuvimos allí lo vio, pero estoy segura de que detrás
del árbol que había en la entrada, estaba la sombra de algún chamán que agradecía
de que se siguiera respetando ese lugar sagrado.
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