En las salas de espera


Hace años nos enterábamos en qué trabajaba la persona que teníamos a nuestro lado. Empezábamos hablando del tiempo y terminábamos descubriendo si había nacido en San Mateo o si odiaba las habichuelas. Hablábamos para romper ese silencio incómodo que se crea cuando dos desconocidos están sentados, uno al lado del otro. Ahora se mira al móvil. En una sala de espera nadie habla con el que tiene a su lado. Se revisa mensajes viejos o noticias que ya se han visto para evitar que tus ojos se crucen con otros ojos a los que no sabes qué decirles. Ni los más pequeños juegan con los juguetes de segunda mano que decoran la esquina de la consulta. Ellos, o miran sus tabletas o inspeccionan de reojo la pantalla del adulto al que acompañan. Una médica, me decía no hace mucho, que recuerda ver en las salas de espera a las mujeres haciendo ganchillo y compartiendo sus labores unas con otras. Las revistas ya no se tocan. Cuando estoy en una sala de espera, levanto la vista y miro fijamente al que tengo delante. Me doy cuenta de los zapatos que lleva puestos, si va conjuntado, en su peinado. Hago muecas.  Casi puede pensar que lo estoy provocando. Pero ni se inmuta. Cuántas conversaciones se están perdiendo por desconectarnos de lo que tenemos delante. Los problemas seguirán pesando porque no los aligeramos al compartirlos con otros que viven lo mismo que nosotros. En las salas de espera ya no descubres ningún secreto de tu vecino ni surge la posibilidad de comenzar una amistad con algún desconocido. Te sientas, y te haces invisible con el móvil en la mano.

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