Piel de mandarina

Se calmaba comiendo mandarinas. Las mandarinas solo las encontraba en otoño. Esta vez era verano y no había ningún producto sustitutivo con el que poder olvidar. Lo vio en el restaurante del hotel mientras ella se servía la ensalada de col. Le llamó la atención la delicadeza con la que apartaba la zanahoria del resto de verduras. Con un simple vistazo supo que tenía todo lo que buscaba en un hombre. Elegancia, sencillez, modales, sonrisa transparente y dientes blancos. Lola se fijaba en la sonrisa, porque si era transparente, sería compresivo y generoso. Siempre confiaba en la exactitud de ese gesto. Lamentó en ese momento su cobardía. No fue capaz de hablarle ni comentarle la más mínima tontería para que la mirara. Lola llegó a su mesa con arritmia en la respiración. Se levantó varias veces a servirse ensalada de col para que el hombre con la sonrisa transparente y dientes blancos se diera cuenta de su existencia. Después de la noche, llegó la copa en la terraza chill out, al lado de la piscina. Lola fue más valiente. Se sentó a su lado inventando una excusa que sonó absurda cuando la dijo. El hombre disimuló, pero en realidad estaba esperándola. Cuando terminaron el interrogatorio de preguntas básicas para descubrir el pasado de cada uno, con la brisa del mar mirándolos de frente, se besaron. En ese primer acercamiento, el hombre de sonrisa transparente y dientes blancos, destacó el escalofrío que le produjo acariciar su piel. A las dos semanas y, todavía con el regusto de la primera noche en el hotel, Lola conoció a su familia. Eso fue una señal para confirmar su intuición. Aquel hombre la aceptaría.
Pero llegó ese día. No quiso oír los miles de motivos que le dio mientras desayunaban aquel domingo. El golpe de la puerta hizo tambalear los cuadros del salón. Fue suficiente para saber lo que vendría después. Lloró solo una noche. Al día siguiente salió a buscar mandarinas. Cuando las probabas se sentía recuperada y preparada para retomar las riendas de su vida. Preguntó en los centros comerciales y en todas las fruterías de la isla. Siempre recibía la misma respuesta: es una fruta de otoño y ahora no hay cosecha. No había nada que se asemejara al sabor dulzón de la fruta resbalándole por la garganta. Sus amigas le aconsejaban sesiones de crecimiento personal para superar la ansiedad. Ella no quería aceptar otro tipo de consuelo. El cambio de estación estaba cerca. El otoño llegaría con la fruta de temporada y volvería a disfrutar con las cosquillas de la vitamina C. Lola no perdía la esperanza de encontrar a un hombre que no la rechazara por el olor afrutado de su piel. En verano no volvería a enamorarse.

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