La ropa en la azotea



Cuando llegaba del trabajo abría la ventana de la cocina para que la luz del exterior iluminara las habitaciones de su casa. La vecina que vivía enfrente de ella tendía todos los días la ropa en la azotea. Se detenía a observar como suspendía sobre el aire las sábanas, la lencería y los vestidos desgastados por el paso del tiempo.  La muchacha podía adivinar cómo había sido el día de su vecina por el color de las prendas y por la manera en que las sujetaba con pinzas de colores. Podía identificar carcajadas, las lecturas que había dejado a medias, o lo que sufría cuando oía las noticias en la radio. Aquella tarde, en las líñas colgaban vestidos negros que proyectaban una sombra oscura que llegaba hasta la misma ventana de su casa. Lo que vio delante de ella le produjo una extraña desazón que le recorrió el cuerpo entero. La muchacha supo que su vecina tardaría en subir a la azotea a recoger la ropa que había dejado para que el sol secara el amargor de una tristeza fría y dolorosa. Las pinzas también eran negras.

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