Viajar con el destino


Durante la vida nos encontramos con diferentes paradas en las que tenemos que subir y bajar si queremos seguir el camino. Podemos detenernos, llorar como niños pequeños hasta hundirnos en las lágrimas, pero, tarde o temprano hay que levantar el freno y entrar por la puerta que se nos abre delante. No quise pararme el día que la vida quiso pararme a mí. Tuve un accidente en una de las curvas peligrosas de la carretera del norte de la isla.  Terminé con el brazo derecho partido en dos partes, una operación de urgencias y la limitación de movimientos. Cogía la guagua para ir al centro que me asignaron para hacer la rehabilitación. Podía hacerlo caminando, estaba cerca de mi casa, pero fue a lo que me agarré para aliviar mi tristeza y   sentirme acompañado con toda aquella gente que cada mañana repetían los mismos rituales hasta alcanzar sus destinos. Los buenos días de los pasajeros se convirtieron en habituales. Los ancianos, siempre educados, empezaron a preocuparse por mi recuperación. Les fui cogiendo cariño cuando me contaban cosas de sus hijos y nietos. Yo hablaba muy poco y muchas veces solo me limitaba a escucharlos.  
Hacía mucho calor la mañana que la chica del pelo rizado se sentó a mi lado. Hasta ese cruce de caminos pensaba que las mujeres bellas solo aparecían en las telenovelas que veía en la tele. El pelo era una cascada ondulante que le tapaba una parte de sus mejillas pecosas. Tenía unas pestañas tan grandes que casi tocaban las cejas.  Mantuvimos una conversación en silencio. Yo apretaba mi brazo al de ella, y ella, reaccionaba presionando más fuerte. Al día siguiente, el corazón comenzó a bombardearme muy rápido cuando la vi entrar por la puerta. Ella, como yo había deseado durante la noche, volvió a elegir el mismo asiento. Estaba muy elegante. Los hombros los llevaba al aire, eran tan perfectos, que parecían moldeados por Leonardo da Vinci. Y al igual que ocurría con los buenos días del resto de pasajeros, fue una costumbre tenerla como compañera de asiento. Pensé mirarle a los ojos, decirle alguna tontería que nos diera la oportunidad de oírnos.  Si daba ese paso, la adrenalina que encontraba en cada viaje, en mi propio viaje, desaparecería. Estaba seguro de que la chica del pelo rizado había elegido aquella guagua para poder continuar con su trayecto después de ser desviada por la vida en alguna estación pasada.
Todos los días cruzaba los dedos para que el médico no me diera el alta.

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