La memoria de la piel


Hace unos días una chica me dijo que lleva más de tres años que no pisa la playa. No soporta la arena pegada en la piel, el bullicio, el sol que le mancha la cara. Me sorprendió que pudiera ver la playa como algo tan negativo. No entiendo que, rodeados de mar por todas partes, se quiera huir de él y de sus beneficios. Cuando llega el verano y te bañas en la playa, parece que los problemas se quedan en el fondo y no vuelven a la superficie. La chica se arrugaba cada vez que le hablaba de la playa, como si estuviera contándole la mayor de las desgracias.
Recuerdo cuando con catorce o quince años, para mis amigas y para mí, ir a la playa era la única salida que teníamos durante el verano y la única posibilidad que había para vernos y hablar de nuestras cosas. Quedábamos dos o tres veces a la semana, en un punto concreto y a la misma hora. La confianza entre nosotras nos aseguraba que íbamos a estar en el lugar acordado, sin llamadas previas ni miles de wasap para confirmarlo. Teníamos que bajar en guagua y nos sentíamos adultas con la mochila en la espalda y sin la supervisión de los padres. Lo que queríamos era coger sol, tostarnos. Nos embadurnábamos el cuerpo con un bronceador gelatinoso de zanahoria que venía en un bote de cristal. La zanahoria potenciaba el moreno. Para acelerar el proceso usábamos aceite infantil con el que brillábamos. Casi competíamos a ver cuál era la que más se bronceaba. Cogíamos tanto sol, que por la noche no podíamos dormir ni dar vueltas en la cama por las quemaduras en la piel. Algunas veces teníamos que acudir al remedio de la abuela y nos echábamos leche fría para refrescarnos y evitar que salieran ampollas. La piel se levantaba en tiras, pero nosotras adorábamos coger sol y bajar a la playa dos o tres veces a la semana. No queríamos que llegara el final del verano porque ya no podíamos volver a la playa, y el moreno desparecería a las pocas semanas arrastrado por la aspereza de la toalla. 
Todo ese sol está fijado en la memoria de mi piel porque ahora tengo que tener cuidado para no quemarme. Pero no soy como esa chica que me contó que huye de la playa, del bullicio, de la arena pegajosa. El mar lo cura todo, te salva y, a veces te responde, como si supiera lo que estás sintiendo en cada momento. Cuando la marea está baja la playa se convierte en un escenario que te hace sentir chiquitita delante del espectáculo natural que te ofrece. Amanecer en la playa. Atardecer con el olor a salitre. Anochecer enamorándote de las olas. La sensación que te produce no envejece, no cambia, permanece inalterable delante del sol y de la sal. Y, muchas veces, cuando paseo por la playa me sigo acordando de esas adolescentes que soñaban en la orilla y que competían por ponerse morenas, despreocupándose del daño que estaban haciéndole a la piel. La mayoría de las manchas que tengo en el cuerpo son de esa época, cuando la inocencia no veía los problemas que vendrían después. El mar también reconoce que aquel tiempo fue otro.

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