La limpieza del ropero


Quedé con mi madre para limpiar el ropero del dormitorio. La mitad de la ropa que estaba guardada dentro no se la pondría más. Ni ella ni él. Cuando llegué ya tenía una bolsa de basura llena de pantalones, corbatas, chaquetas y algún vestido. En la bolsa estaba comprimida la mitad de una vida. Mi madre, como todas las mujeres de su época, ha ido guardando para cuando se ofrezca. Ella es muy fiel a esa premisa. Muchas prendas que estaban en el ropero solo se habían usado una vez, el día que sirvieron para estar elegantes en algún acto señalado en rojo en el calendario de la memoria familiar. Mi madre pasó un paño a las puertas y percheros del ropero y lo cerró. Ella dijo que ya estaba limpio y vacío. Me quedé mirándolo y para mí el vacío tenía un nombre: soledad. Esa soledad que te persigue por todos lados. La soledad tiene muchas acepciones: la mesa con una sola taza, la comida sin nadie a tu lado, la falta de calor, el teléfono que no suena, la noche que se convierte en un abismo. Temblar de miedo. La soledad es tan grande que no cabe dentro de un ropero y busca la manera de traspasar todos los rincones de la casa, de tus adentros. Una sombra silenciosa que te acecha y nunca sabes cuándo se va a ir. Cuando eres joven, la soledad te conviene porque aprendes de ella. Tarde o temprano terminas buscando la forma para salvarte del amargor que produce. Pero cuando ya te sientes viejo, y te han quitado la mitad de tus pertenencias, la soledad se queda contigo y es la que te abriga y te sostiene.
Cogí la bolsa de basura, con los recuerdos dentro, y la dejé en un local que tiene la iglesia. El ropero se quedó vacío , como dijo mi madre cuando le pasó el paño para limpiarlo y cerrarlo. No creo que vuelva a llenarse.

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