El hule


La abuela ponía el hule en la mesa cuando sabía que íbamos a visitarla. Los domingos y los días de fiesta. Lo lanzaba por los aires para cubrir con un solo impulso las cuatro esquinas de madera. Usaba el dorso de las manos para estirar las arrugas que quedaban. La abuela se sentaba en un extremo y nosotros al otro lado. La mesa se convertía en un confesionario en el que desnudábamos nuestros secretos. El hule, de tres metros de largo y uno y medio de ancho, lo había comprado en una tienda del pueblo que vendía de todo; desde un tarro de miel hasta el hilo con el que se cosía el vestido de boda de las novias. Ella eligió el más caro, con unos cactus verdes que resaltaban sobre el fondo blanco. Apoyados en la mesa, con el olor a petróleo del plástico, transcurrió la mitad de nuestras vidas. Tanto las anécdotas que quedaron borrosas como las que eran motivo de celebración.
Aquel verano tocó hacer reformas en la casa de la abuela. En un altillo de los muebles de la cocina estaba el hule doblado en cuatro partes, como una carta de amor que espera a que su destinatario se sorprenda con el contenido. La tía, tan fría en sus emociones, lo sostuvo durante unos segundos en las manos. Lo dejó encima de la silla y salió de la habitación para que nadie descubriera el pasado que le traspasó la piel. El ambiente de la cocina se volvió denso y por unos segundos creímos ver la imagen de la abuela en el extremo de la mesa. El hule no se resignaba a silenciar las conversaciones con las que crecimos. Conservaba el olor a petróleo. La tarea de reformar la casa de la abuela resultó más dura de lo previsto porque nadie se atrevía a tirar a la basura una parte de nosotros.




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