El yerbero
Aprendió poco a poco. Preguntaba a otros que ya sabían o intentaba escuchar conversaciones en las que se hablara de la fuerza de la naturaleza. Hacía desaparecer la gripe con un poco de tomillo y orégano. Recomendaba el romero para las alteraciones del hígado. La albahaca fresca era digestiva. Lo llamaban el yerbero y curaba con sus brebajes naturales. Él mismo las cultivaba en un terrero que tenía detrás de su casa, con poca agua, y aprovechando la lluvia. Durante horas se sentaba delante de las hierbas, les hablaba, como si el ritmo de su crecimiento y el amor de él a ellas fuesen al unísono. Buscaba remedios a cualquier enfermedad. Los del pueblo, y los que vivían lejos, acudían a él cuando la salud ensombrecía los días. Murió hace unos años. Murió a los noventa y ocho años, viejo, y no de enfermedad. Nunca fue a un médico porque decía que los que iban se llenaban de pastillas y de química que aceleraba la fecha del final. Su nicho está en la parte alta de un bloque de hormigón en el que se amontonan otros nichos. Una hilera de cuerpos sin vida, de historias terminadas, y de futuros sin estrenar. El sepulturero se pregunta por qué todas las semanas crece hierba por los bordes de esa pared estéril. La arranca y vuelve a aparecer. Cuando llueve, los dientes de león y las gotas de agua se posan en la lápida resaltando las letras doradas de su nombre.
Comentarios
-¿De verdad hay tantos "futuros sin estrenar"...?