Corto pero intenso

Llegué al pueblo invitada por mi prima segunda por parte de padre, Pimpina. Fui a pasar un verano con ella, porque según mi padre, el verano era muy largo y tenía que buscar entretenimiento. En el pueblo aprendería de las durezas del campo. Cuando llegué, el olor a rancio y las miradas de las mujeres chismosas, me dieron la bienvenida. Mi prima segunda por parte de padre me estaba esperando en la puerta de iglesia como habíamos acordado y, desde que la vi de lejos, ya comprobé que era diferente a las mujeres con enaguas y con pañuelos apretados en la cabeza que había visto en la entrada del pueblo. Aquella noche, sentada en el bar en el que Pimpina ponía copas, mi sospecha se reafirmó. Por aquel bar pasaban hombres apestado a sudor y que escondían detrás del cansancio de la jornada laboral, una lujuria que buscaban saciarla de manera brutal y animal. Y a mí aquello, no sé la razón, me gustó. Sí que me gustó. A los pocos días, los que frecuentaban el bar, entrababan buscándome a mí, la muchacha que vino de fuera y que tenía la piel suave como los pétalos de las flores que crecían en la orilla de la carretera. Fui prolongando mi estancia en aquel pueblo mientras le contaba a mi padre que andaba aprendiendo el oficio de costurera con una señora muy presumida y estirada, que era la que cosía aquellas faldas horribles a las mujeres del pueblo.
Los mejores momentos y los más alocados juegos entre sábanas los pasé junto a Manuel. ¡Qué hombre! Me contaba entre sollozos que era muy infeliz con su mujer. Su mujer no sabía nada, por supuesto. Sufría con un matrimonio rutinario que cada día le ahogaba más. Lo único que saboreaba era el caldo de berros que preparaba cada lunes su mujer y que le servía en el plato que había sido regalo de la madrina de boda. La noche anterior a su muerte, Manuel estuvo conmigo. Entre sábanas y sollozos. Se presentó con una sortija de oro que había comprado con los ahorros conseguidos por la venta de unos animales a un comprador que engañó, y al que sacó más dinero del que correspondía. Apretando la sortija de oro me contó un secreto que solo iba a saber yo en aquel pueblo: tenía organizado un plan para marcharse lejos y comenzar una vida a mi lado. Estaba enamorado de mí. Eso me dijo.
Fui la única que sintió la muerte de Manuel. En el duelo, aquellas viejas con lenguas viperinas solo estaban para aparentar y para que los del pueblo no hablaran mal de ellas. Pura apariencia. Los hombres no lloraban. Estaban educados a no expresar sus emociones, pero ellos, marcaban la tristeza en el velatorio de Manuel, no por la pena de la muerte del aquel vecino, sino porque ya sabían que esa sería la última noche que yo pasaría en el pueblo. Lo que viví con Manuel fue más intenso que un amor de verano.

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