Invisible

A veces aparecen trozos de tiempo y sensaciones que son iguales a las que ya se vivieron. Fue un mes como este, con calor que dolía, en pleno agosto. Estaba a punto de cumplir quince años y todos sus amigos tenían la suerte de pasar el verano en un apartamento o coger un avión para conocer alguna ciudad con lugares mágicos. Sentada en la acera de su calle, donde se entretenía viendo pasar los pocos coches que circulaban por la carretera, aprendió que estar sola era convertirse en invisible. Agosto se alargó y, cada noche, escondida debajo de las sábanas, contaba los días que quedaban para que comenzaran las clases. En el recreo del colegio tendría amigas con las que podría pensar en chicos, soñar con cantantes famosos, y hablar bajito, muy bajito, de sexo. Los días iban más rápido y el sonido hueco de las horas no hacía tanto daño.
Es un agosto como el que fue. Se vuelve a sentir invisible. Esos trozos de tiempo y esas sensaciones antiguas se repiten y reproducen las tardes que creía borradas dentro de su memoria. Agosto es silencio, aunque las calles estén llenas de gente que sudan, y en las terrazas de los bares es imposible encontrar una mesa vacía. Parece que el mes se ha ralentizado y que la soledad ha organizado una estrategia para detener el mundo. Su mundo. Un sentimiento de orfandad con los demás.
Espera septiembre, como una réplica del deseo de los quince años. Espera ser visible. Tal vez vuelva el ruido y con él el mundo que lo provoca.

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