La guitarra

La guitarra nos acompañaba en todas las salidas. La calle era nuestro lugar de ensayos, y el verano, el escenario ideal. Le cantábamos a la vida, al amor, a la amistad, y a los deseos que estaban por cumplirse. No creo ni siquiera que cantáramos bien, pero así pasábamos las tardes y entonábamos con alegría las dudas que teníamos como adolescentes. Compartimos sensaciones de forma espontánea a través de la música. Ojalá, de Silvio Rodríguez, la repetíamos mil veces, y mil veces volvíamos a emocionarnos con los versos que escribió el cantautor. Y así, una tarde y otra tarde. Y así, con todas las canciones que teníamos en el repertorio que nos habíamos creado. No era fácil conseguir las canciones. Rebobinábamos las veces que hiciera falta el casete para tener las letras al completo, con mucho cuidado, porque podía partirse la cinta y quedarnos sin música y en silencio. No nos importaba el trabajo que suponía parar y volver hacia atrás, escribir a toda prisa, y agarrar la guitarra para poner las notas. Las cosas que aprendimos, las aprendimos cantando. Cuando me encuentro con alguna amiga de esa época recordamos el ritmo que dábamos a las metas que queríamos alcanzar: el sonido de la inocencia, las risas, el compás de los primeros besos. Hace treinta años no existían problemas porque le cantábamos a la vida y mirábamos cada día con optimismo. La guitarra estaba en esos veranos. Lo podíamos todo y la impresión de la vida era eterna. Aunque a la guitarra le falten cuerdas, yo viajo por las metáforas de su recuerdo. Una entonación de otros tiempos.

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