La curandera
Conozco a todos los jóvenes de este barrio. No solo los conozco, sino que sé con exactitud los sentimientos que tienen hacia sus parejas o los problemas que pueden estar pasando en el trabajo. A Samuel lo aprecio mucho. Tenía la piel blanca como la leche y el pelo negro como el carbón. Llegó a mi casa llorando, llorando, llorando. Su padre me lo entregó con un gesto de desesperación, sin estar muy convencido de lo que le iban a hacer a su hijo. Acurrucándolo en mis brazos, me persigné, y enseguida comencé a bostezar. Fue suficiente para saber que aquel niño tenía mal de ojo. Continúe con las letanías, el rezo a los santos, y transferí al fuego, signo de purificación, el mal con el que llegó el crío. Le dije a su padre que me diera una muda de ropa del bolsito que tenía en el carro. Él no paraba de mirarme con incredulidad desde que entró por la puerta. Le quité el pijama que trajo, y le puse uno limpio. Esa noche, el padre de Samuel, salió convencido de que por fin podía dormir. Y según me contó a los pocos días, no volvió a oír el llanto de su hijo por las noches.
Muchas vecinas, tal vez por envidia, iban diciendo por el pueblo que usaba mis conocimientos para dañar a los demás o interferir sobre aquellos que tenían la costumbre de meterse en líos en el pueblo. Nunca lo hice. Yo aprendí de mi abuela, y mi abuela, de mi bisabuela. Mi madre fue la única que no tuvo este don de curandera. Así es como me gusta que me llamen: curandera. Las brujas sí usan conjuros, patas de conejos o brebajes hechos con hierbas para dañar a los demás. Había una que vivía cerca de la plaza, que sí era bruja, con una verruga en la nariz, y de la que huíamos porque no sabíamos que tramaba en su cabeza. Algún vecino comentaba que sus desgracias se debían a los maleficios que habían recibido de esa mujer malvada. La señora de la panadería atribuía su cojera a un comentario que le hizo una mañana que estuvieron hablando sobre la cosecha de albaricoques. Yo siempre intentaba ayudar a las personas que se me acercaban desesperadas y me pedían un consejo para poder afrontar las tormentas personales que estaban atravesando.
Estos días he visto a Samuel salir cabizbajo del supermercado. Me preocupa. Creo, por la pisada al caminar, que no le va muy bien con la muchacha que conoció en la cafetería de la facultad. Me gustaría saludarlo y ayudarlo como lo hice cuando era pequeño. No sé qué habrá oído de mí, porque me mira como se mira a alguien que hace cosas raras. Igual me compara con las brujas que aparecen en las novelas fantásticas que lee. Pero, aunque no se me acerque, terminará casándose con esa muchacha. Lo sé. Mi don sigue siendo el mismo.
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