Las cartas
Buscaba en las revistas
los anuncios que me daban la opción de escribirles y enviarles una carta.
Esperaba todos los días al cartero y me alegraba recibir un sobre con mi
nombre. Participé en concursos, en suscripciones o pedía información de
artículos que nunca iba a comprar. Con un trabajo meticuloso, cogía un folio,
escribía la carta a mano, y cuidaba las faltas de ortografía. Muy pocos
contestaban. Una vez gané un premio por un poema. Todavía lo guardo. Tres
versos, tan simples, que parecen que fueron escritos por una niña de preescolar.
Supongo que me lo dieron para callar mi ansiedad. El premio consistía en un
cheque de 2000 pesetas que nunca pude cobrar. La entidad bancaria no existía en
la isla y las comisiones se llevaban el dinero. Pero, aunque no hice efectivo
el premio, mi empeño en recibir respuesta de personas ajenas, se cumplió.
Durante mucho tiempo seguí buscando en el buzón una carta o un mensaje de un
náufrago que pedía auxilio. Para mí era una manera de trasladarme a otros
mundos y descubrir que detrás de las fotos de las revistas había personas de
carne y hueso.
Ese deseo ha desaparecido y tiemblo cuando el cartero toca en la puerta. Lo que llegan son recibos bancarios o notificaciones de hacienda. Solo se envían paquetes, pero cartas, a puño y letra, ninguna. Ha ganado fuerza los correos electrónicos o la mensajería instantánea. La emoción no es la misma, porque ahora, como mínimo, tienes garantizada la recepción del envío y la certeza de que al otro lado hay alguien. Alguien, que puede ser un virus que elimina los archivos guardados. Y da igual cómo es la caligrafía porque los teclados hacen el trabajo. Otras cartas fueron mejores. Cuando abrías el buzón, el olor de la tinta de la persona que te lo había enviado, irrumpía en tu intimidad. Encontrabas en el trazo de la letra un guiño de complicidad que servía para seguir confiando en los sueños y en los imposibles. A veces no importaba lo que decía la carta. Siempre sonreías si el cartero tocaba en la puerta con un mensaje para ti. La imaginación ayudaba a construir la trama de esas amistades. Las tardes entre cartas era una manera de hablar con amigos sin tener compañía.
Ese deseo ha desaparecido y tiemblo cuando el cartero toca en la puerta. Lo que llegan son recibos bancarios o notificaciones de hacienda. Solo se envían paquetes, pero cartas, a puño y letra, ninguna. Ha ganado fuerza los correos electrónicos o la mensajería instantánea. La emoción no es la misma, porque ahora, como mínimo, tienes garantizada la recepción del envío y la certeza de que al otro lado hay alguien. Alguien, que puede ser un virus que elimina los archivos guardados. Y da igual cómo es la caligrafía porque los teclados hacen el trabajo. Otras cartas fueron mejores. Cuando abrías el buzón, el olor de la tinta de la persona que te lo había enviado, irrumpía en tu intimidad. Encontrabas en el trazo de la letra un guiño de complicidad que servía para seguir confiando en los sueños y en los imposibles. A veces no importaba lo que decía la carta. Siempre sonreías si el cartero tocaba en la puerta con un mensaje para ti. La imaginación ayudaba a construir la trama de esas amistades. Las tardes entre cartas era una manera de hablar con amigos sin tener compañía.
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