La familia de Pinito

Pinito botó las cáscaras de las papas en el balde y lavó el cilantro para hacer un mojo. Sacó agua de la talla con una escudilla y la viró en un caldero para sancochar algunas batatas y ñames. Estaba sola, su marido había salido al alba a darle de comer a los animales que tenían en el alpendre y a regar los matos del cercado. Colocó sobre la mesa el hule encarnado, fregó los pisos y echó unos rezados para que la comida que estaba guisando no se le echara a perder. Luego se sentó un pizco porque llevaba unos días baldada y quería estirar las patas antes de que sus nietos asomaran armando bulla por la ladera. Todos los domingos venían sus hijos a almorzar. Era una manía que habían cogido cuando terminó la zafra, y les daba magua no mantenerla.
Su nieto, el más zalamero, entró brincando a la cocina y detrás llegó el resto diciendo que venían con jilorio. Su marido también apareció con un sacho en la mano y un cereto de tunos que cogió en las tuneras del barranco. Se apretujaron en la mesa y se echaron el potaje en las hondillas canelas. Mientras trincaba un cacho de pella de gofio, su hijo, el maestro escuela, comenzó a criticar a la vecina que se había quedado en estado de un peninsular que conoció en un tenderete del pueblo y que parecía un bobomierda. Alegaron tremendo rato, se enralaron bebiendo ron y buchitos de anís y hasta entonaron algunas folias. Al nietillo más chico lo acostaron en el catre porque agarró una tremenda perreta y el padre estuvo a punto de darle tres nalgadas para que llorara con ganas. A los más galletones los dejaron que echaran el totizo en el pajar.
Viendo a sus hijos, a Pinito, le dio sentimiento y se secó una lágrima con el pañuelo calado que siempre llevaba guardado dentro del sostén. Acotejándose el zagalejo, dijo:
¡ Dios me los guarde, mis hijos!

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