La actuación


Solo los que estuvimos allí lo sabemos. Isabel agarraba el micrófono para apaciguar los nervios. Era la primera vez que interpretaba delante del público. A Enma le ocurría lo mismo. El resto, con experiencia sobre el escenario, no podíamos ocultar el cosquilleo cuando escuchamos el bullicio que venía del patio de butaca. Las luces se apagaron y sonó la canción de entrada. No había oportunidad para hacernos preguntas o para quedarnos en blanco. Ya no estaban las siete mujeres y el hombre que bromeaban en camerinos. Nos convertimos en unos personajes que enseñaban al público las miserias y desgracias que vivían. Cada uno tenía una responsabilidad para que el todo saliera. Las notas que habían marcado los directores se quedaron en el texto. Teníamos que reaccionar con lo que iba surgiendo. Habíamos trabajado mucho. Comenzaba el resultado. Alguien entre el público no paraba de reírse de las barbaridades que contaba Ermelinda sobre su marido. Otro lloró con los acordes de la canción de despedida. Y es posible que algunos salieran pensando que perdieron tres cuartos de hora viendo la obra. Pero nosotros, que estuvimos en escenario, sabemos lo que sucedió. Es imposible describirlo. La alegría de Lola o los abrazos que daba Marta, no vienen escritos en las teorías de Stanislavki. Actuar activa el pulso, los latidos y los sentidos. Mucho derroche de energía para un resultado que, efímero como los aplausos, hay que saber ordenarlo. La felicidad puede ser así de simple. Comer bombones en el escenario y guardar el envoltorio para no olvidar el sabor dulce que te dejó.

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