Las apariencias
Cuando comenzó a vivir
en el edificio, la mujer ya estaba allí. Era una escandalosa. Los ruidos que
hacía retumbaban en el patio interior del edificio. Una vez coincidieron en el
ascensor y la mujer no habló nada hasta llegar a la tercera planta en la que
vivían. Él en el tercero derecha y la mujer en el tercero izquierda. Llevaba
puesto un chándal gris con manchurrones que se asemejaban a la sangre seca. La
mujer tenía la cara rebosando de arrugas y la mirada de búho, muy malvada. Él no soportaba los ruidos que hacía su vecina y
vivía obsesionado con averiguar qué se tramaba la mujer en los noventa metros
cuadrados de su vivienda. A veces ponía el oído para descubrir qué podía estar
haciendo, pero empezaba a imaginarse cosas extrañas y se alejaba rápidamente
porque pensaba que igual la mujer lo veía a través de la pared. Entre sus
especulaciones para descubrir el origen de los ruidos, estaba la posibilidad de
que la mujer formara parte de una banda secreta y usara su vivienda para
preparar sus planes.
Hace unos días la mujer le tocó el timbre. Vino a pedirle un poco de sal. Se quedó temblando cuando se la encontró delante de sus narices con la cara rebosando de arrugas y la mirada de búho. Tragó saliva porque no sabía qué decirle. Tardó en reaccionar y en contestar. Llevaba puesto el chándal gris con los manchurrones de sangre seca. La mujer comenzó a explicarle el motivo por el que tuvo que pedirle sal. Era muy coherente en sus explicaciones. No la invitó a pasar por miedo a que fuera una trapa para raptarlo. Se inventó una excusa para que se quedara en el marco de la puerta esperándolo, como el que espera la guagua cada mañana. Cuando extendió las manos para darle el bote con la sal se rozó con sus dedos agrietados y ásperos. Entonces le dijo que se dedicaba a hacer objetos de madera y que los vendía por los mercadillos a precios muy bajos. No ganaba mucho dinero con ellos, pero era la manera que tenía para ganarse la vida. Había aprendido la profesión de su padre, que también había sido artesano durante muchos años. Entendió el origen de los ruidos. Y maldijo esa manía suya de juzgar a las personas por su apariencia. La ha vuelto a ver en el ascensor y se ha ofrecido para lo que le haga falta y para lo que necesite. La mujer ha dejado de ser terrorífica y malvada. La mira a los ojos y encuentra ternura en su mirada de búho.
Hace unos días la mujer le tocó el timbre. Vino a pedirle un poco de sal. Se quedó temblando cuando se la encontró delante de sus narices con la cara rebosando de arrugas y la mirada de búho. Tragó saliva porque no sabía qué decirle. Tardó en reaccionar y en contestar. Llevaba puesto el chándal gris con los manchurrones de sangre seca. La mujer comenzó a explicarle el motivo por el que tuvo que pedirle sal. Era muy coherente en sus explicaciones. No la invitó a pasar por miedo a que fuera una trapa para raptarlo. Se inventó una excusa para que se quedara en el marco de la puerta esperándolo, como el que espera la guagua cada mañana. Cuando extendió las manos para darle el bote con la sal se rozó con sus dedos agrietados y ásperos. Entonces le dijo que se dedicaba a hacer objetos de madera y que los vendía por los mercadillos a precios muy bajos. No ganaba mucho dinero con ellos, pero era la manera que tenía para ganarse la vida. Había aprendido la profesión de su padre, que también había sido artesano durante muchos años. Entendió el origen de los ruidos. Y maldijo esa manía suya de juzgar a las personas por su apariencia. La ha vuelto a ver en el ascensor y se ha ofrecido para lo que le haga falta y para lo que necesite. La mujer ha dejado de ser terrorífica y malvada. La mira a los ojos y encuentra ternura en su mirada de búho.
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