El piano

Era un hombre bruto, de metro ochenta y cinco, las manos cuarteadas , la mirada seca y la barriga sobresaliendo por el cinturón del pantalón. Su nombre encajaba con su aspecto: Bartolo. Trabajaba en la escombrera desde hacía cinco años. Como peón no tenía nada que envidiar al resto de trabajadores que formaban la plantilla. Se atrevía a cualquier actividad que le pusieran delante.  Le daba igual cargar bloques en la espalda, que pesar los camiones en la báscula.
El piano llegó en el centro de la cubeta mezclado con los restos de escombros del hotel que estaban reformando en Las Canteras. Bartolo lo vio desde que entró el camión en la pista de descarga. Relucía a lo lejos y parecía que estaba  colocado para que todos le dieran un saludo de bienvenida. Los trabajadores comenzaron a reírse con la cursilería que acababa de llegar. Un piano era un objeto demasiado fino para un lugar tan árido. Bartolo bajó la cabeza y siguió moviendo los andamios para que el camión pasara. Tuvo una punzada en el centro del estómago. Se acordó de su mujer. 
Hacía treinta años que había conocido a su mujer. Ella tocaba el piano y Bartolo bebía un cubata apoyado en la barra del pub al que iba a ligar con los amigos los fines de semana. Los dedos de ella acariciaban las teclas, como insinuándose delante de la presencia de aquel joven apuesto y fortachón. Sobre el piano se besaron. Sobre el piano colocaron la foto de boda. Sobre el piano decidieron llamar Malena a la única hija que tuvieron. Sobre el piano pasó muchas noches intentando entender por qué el infortunio se llevó a su mujer antes que a él. Había visitado a muchos psicólogos y el último le había aconsejado que vendiera el piano para que olvidara y cogiera el timón de su vida. Él terminó haciéndolo.
Bartolo trincó los labios cuando la cuchilla afilada aplastó el piano para convertirlo en residuo. Había algo de dolor en aquel sonido. La materia inerte latía para él. Mientras la máquina trituraba el material, él escuchó la voz de su mujer y las notas de la canción que tatarearon juntos las tardes en las que se amaron sin contradecir a sus deseos. Pidió permiso al jefe para marcharse una hora antes. Ese día no le importó el descuento que vería en la nómina por ausentarse de su puesto de trabajo debido a una causa no justificada. Lo peor que le podía pasar era que sus compañeros se burlaran de él porque se emocionaba delante de tanta basura. En el bolsillo llevaba tres virutas de madera. Era la primera vez que Bartolo cogía algo de la empresa. Las virutas eran suyas. Durante el trayecto hasta su casa fue tocándolas con los dedos y sintiendo las yemas de la mujer a la que amó. El ruido ronco de su furgón no se escuchaba. Cantaba tan alto que terminó silenciándo Sabía que su mujer iba a su lado, entonando los graves a los que él nunca llegaba.

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