Amarse eternamente


Suelo madrugar para aprovechar el amanecer antes de que el bullicio de los veraneantes altere la tranquilidad de la playa. Me sorprendió verla en la orilla. Miraba al horizonte y parecía que pertenecía a otra época y a otra estación. Iba demasiado abrigada para ser verano y para el calor que hacía esa mañana. Eso sí: estaba descalza. Yo me fijé en ella, en su silueta cubierta por un abrigo de lana, en el pelo ondulado que competía con las algas revoltosas. Mientras intentaba descubrir qué hacía aquella muchacha allí, me di cuenta de que a pocos metros de sus pies había un corazón con dos iniciales dentro. Su nombre era el que empezaba por T o igual correspondía a la primera letra de él. El orden de las iniciales no importaba en ese momento, porque prevalecía el compromiso de amarse eternamente. Durante el tiempo que la observaba no se movía y dudé si era la prolongación de un sueño que había tenido hace unos días o si realmente estaba delante de mí en esa mañana soleada de verano. Cuando la marea subió, arrastró el deseo que estaba sellado sobre la arena. Ella también había desaparecido.

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