Los consejos que valen

Tengo pocos recuerdos, pero intento reconstruirlos como puedo. Trabajaba mucho y pasaba muchas horas fuera de casa. Un día me fue a buscar al instituto en una furgoneta verde chillón. La furgoneta era fea de verdad y parecía que había una orquesta desafinada dentro del motor. Se la había dado un cliente como pago de unas facturas que tenía pendiente. Yo tendría entonces catorce o quince años y era muy tímida. Cuando me vio, comenzó a tocar la bocina y a darme prisa con la mano para que me subiera rápido a la furgoneta. Sentí vergüenza por la manera en la que me llamaba y por aquella furgoneta que estaba aparcada en la misma puerta de entrada, ocupando una parte de los aparcamientos de los profesores. Todos me miraban y se reían. Me subí muy rápido, roja como un tomate, y me escondí en el hueco que quedaba entre los sillones traseros, para que mis compañeros no siguieran murmurando. Él comenzó a reírse de mi timidez y tocaba más fuerte la bocina. “Qué importa lo que digan los demás”, me decía. Y siguió conduciendo como si no hubiese pasado nada. Al día siguiente en mi clase hablaron de la furgoneta y me preguntaron a qué se dedicaba mi padre. Algunos hicieron bromas. A mí no me salía ni una sola palabra. Mi timidez se multiplicó por diez. Durante toda la mañana, apreté los dientes y crucé los dedos debajo de la mesa para que mi padre no fuera a buscarme otra vez con la furgoneta verde chillón. Y no fue. Ni ese día ni los siguientes.
Los cumpleaños y las comidas familiares. Llegaba siempre el último y traía una caja de fruta encima de los hombros. Llena de naranjas en la época de las naranjas. Llena de papayas cuando llegaba el verano. De un golpe la ponía en la mesa y empezaba a repartir la fruta entre todos. Dejaba la última pieza para él y se la comía hincándole los dientes con fuerza. Por la comisura de los labios le chorreaba el jugo. Luego se sentaba y repetía una y otra vez, que el mejor regalo que podíamos tener, era llevarnos bien y estar unidos. Cuando él hablaba, todos nos callábamos para escucharlo. Sacaba el pañuelo blanco que guardaba en el bolsillo del pantalón y se secaba la frente. Disimulaba. Él no quería que nadie se diera cuenta de que se emocionaba.
Estos y otros recuerdos intento ordenarlos. Se los cuento y él me escucha. Ya no me llama por mi nombre y ha olvidado todos los detalles del pasado. A veces me dice que soy su novia. Y siendo su novia me paso la tarde, acariciándole la mano e inventándome anécdotas para que se distraiga. Le gusta pasear por la finca y dormirse cerca de la platanera. Aprovechamos el tiempo que nos queda. En el oído le susurro: “¿Verdad que da igual lo que digan los demás?” Y él dice que sí. Dice que sí moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Es su manera de recordarme que tengo que ser yo misma, como lo hizo cuando me fue a buscar al instituto con una furgoneta verde chillón, fea de verdad. De la que todos se reían. Esos son los consejos que valen . Los que dan ellos.

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