Francisca


Francisca se detuvo a mi lado. Me había sentado a descansar y la vi aparecer de lejos. Venía con un vestido negro, un pañuelo del mismo color y una rebeca marrón. Mientras se acercaba, relacioné su imagen con Yerma, ese personaje creado por Lorca y que sufría porque no podía ser madre. Francisca era una mujer de pueblo, triste, que vivía con un pasado que le pesaba. Levanté la mano para saludarla cuando llegó a mi altura. Me examinó de arriba abajo como si me estuviera escaneando. Ella empezó a hablar. Con una voz ronca me preguntó si me había perdido. Le contesté que no. Que todos los domingos salía a caminar por diferentes senderos, y ese día había decidido coger esa zona. La invité a sentarse a mi lado, y lo hizo. Ella empezó a contarme su vida como si me estuviera esperando desde hacía tiempo para desahogarse conmigo. Señaló a un lado de la montaña y comenzó a llorar. Allí, me dijo, está mi hijo enterrado. Se lo habían quitado después del parto. Todavía le dolía su vientre al recordarlo. Se había quedado embarazada con dieciocho años. Su padre, un hombre estricto y conservador, se lo arrebató para que no empañara el honor de la familia. En ese momento de la charla, el silencio nos invadió, solo se oyó el canto de un pájaro que cantaba en el árbol que nos daba sombra. Rompí ese silencio con mi curiosidad. Comencé a hacerle mil y una preguntas sobre su vida, sobre su pasado, sobre su historia, que, en definitiva, era la historia de otras mujeres. Ella respondía. Había encontrado en mí un asidero en el que apoyarse. Supo al año largo de dar a luz que su hijo lo habían enterrado en las faldas de la montaña. Le afirmaron que nació enfermo y que no se pudo hacer nada por él. Francisca tenía el rostro rígido, con arrugas y con sufrimiento.  Su padre, después del parto, le prohibió maquillarse y usar ropa de colores llamativos.  Trabajaba en el campo de lunes a sábado, y los domingos ayudaba a su madre en la cocina y en la limpieza de la casa. Con las manos en el pecho, arrugando la tela negra del vestido para sujetar su dolor, describió las lágrimas que se secaba su madre cuando ellas dos estaban solas. Nunca la vio quejarse delante de su padre. Ninguna de las dos podía opinar ni tomar decisiones, si lo hacían, eran humilladas por su padre o por los hombres que trabajaban con él en las tierras. Francisca se casó sin estar enamorada, con un hombre rico y de negocios, del que solo sabía su nombre. Era quince años mayor que ella. La naturaleza, más sabia que el ser humano, hizo que no tuviera hijos con ese hombre que la trataba como los animales que cuidaba en el campo. Desde que enviudó, Francisca, animada por una vecina, aprendió a leer para que la tristeza no la tragara. En los libros encontró a mujeres valientes que no escondían sus heridas y que las compartían con las demás" Hay muchos libros escritos por mujeres y que alzan su voz a través de las palabras”, dijo mientras se levantaba. Se marchó sin darme tiempo a despedirla como se merecía. Su sombra se difuminó poco a poco a medida que se alejaba.
Aquel domingo regresé a mi casa sin quitarme de la cabeza la mirada de Francisca. La mirada de Francisca era la mirada de muchas otras mujeres que habían sufrido. Tardé unos días en volver al lugar en el que me había encontrado a Francisca. Quería que me siguiera hablando de su historia. Como agradecimiento por desprenderse de su secreto, le llevé algunos libros que me sobraban en mi estantería. No la encontré. Ni esa vez ni las demás.  Preguntaba por ella, y nadie la conocía.  En la falda de la montaña en la que estaba su hijo, le fui dejando los libros que le llevaba. Estoy seguro que cuando me marchaba, ella los cogía. Mi encuentro con Francisca fue hace dos años y todavía sigo sin entender la insensibilidad de algunos hombres para enterrar a las mujeres en vida. A mi mujer no le conté la existencia de Francisca. 

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