La sencillez
Los tomateros empezaban a dar
fruto. El azufre impregnaba las calles y en las casas se comía lo que el campo
iba dando. Las mujeres bajaban a la acequia a lavar la ropa, cargando las
garrafas en la cabeza, caminando despacio para aguantar el peso que llevaban
encima. El camino hacia la acequia estaba trazado por la montaña, entre
palmeras gigantes y aulagas secas que bordeaban la entrada al barranco. El agua
siempre estaba fría y limpia. Mientras la ropa se mojaba, las voces de las
mujeres se mezclaban con las ráfagas de viento que soplaba con intensidad
durante los meses de invierno. Olía a humedad y a complicidad. Allí, en la
acequia, sosegábamos los problemas que traíamos de casa y, todas juntas,
entendíamos mejor la incertidumbre que veíamos en el horizonte. Alguna higuera custodiaba
los secretos que decíamos. Los días que salía el sol, los rayos iluminaban los
sueños que terminaban arrastrados por la fuerza del agua. El tañer de las
campanas de la iglesia se unía al decorado verde de aquellas mañanas. De
regreso a nuestras casas, con la ropa limpia, solo se oía el cansancio de
nuestros pasos. Los maridos, cuando llegaban, anunciaban el final de esos ratitos
que teníamos para nosotras. Echo de menos ese tiempo, cuando las vecinas nos
reíamos de los gestos cotidianos, lavar la ropa en la acequia, dar un paseo,
sentarnos junto a la sombra del olivo. Ahora que lo recuerdo se vuelve más vivo
mi pasado.
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