El silencio
Amaneció
demasiado pronto. Llegó a la playa con las arrugas de las sábanas en
la piel. Se sentó sobre la arena fría. La espalda la apoyó en una piedra que,
mojada por el agua, también estaba fría. El mar la miraba de frente. Comenzó a
respirar profundamente. Las primeras veces lo hizo contando cada inspiración y
espiración, hasta que se convirtió en un proceso natural y su interior se llenó
de salitre. A esa hora no había nadie en la playa, y, aunque la hubiera,
también estaría sola. En el horizonte se dibujaba una línea perfecta, exacta,
en la que el cielo y el mar se unían. Una gaviota luchaba con el viento,
haciendo una metáfora de la propia vida: darlo todo para seguir avanzando.
Sintió que la piel le escocía como si la sal hubiera entrado por los poros en
busca de viejas cicatrices. Tenía más de las que creía y en algunas de ellas
encontró un poco de tristeza. Cerró los ojos y soñó que una caricia invisible llegaba para salvarla. En aquella tranquilidad todo estaba bien y era perfecto. La mañana
silenciosa se quedó un rato con ella y la acompañó hasta que abandonó la playa.
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