La viuda joven


La mujer enviudó demasiado pronto. Su marido tuvo un accidente mientras estaba de cacería y la convirtió en viuda joven. Vivía en un pueblo de pocos habitantes, muy conservadores y religiosos, donde se conocían unos a otros. La mujer acudía todos los días al cementerio para ponerle flores frescas a la tumba de su marido ya muerto. Iba vestida de negro, las medias tupidas y un pañuelo en la cabeza con la que sujetaba la pena que tenía en el alma. Los vecinos la miraban y se encogían de hombros compadeciéndose por la tristeza que aquella viuda joven estaba soportando. El sepulturero, un hombre sonriente y alegre, la recibía cada día en la puerta del cementerio. La ayudaba a colocar las flores, a quitar las que ya estaban secas y la acompañaba mientras rezaba en silencio. El sepulturero fue cogiendo confianza con ella y comenzó a contarle algunos de sus secretos más íntimos, las horas que pasaba sin compañía. Así un día y otro. La viuda joven, sin darse cuenta, se encariñó del sepulturero. Y él de ella. En el pueblo, los vecinos metomentodos, seguían señalando su desgracia y comentaban la oscuridad que tendría que soportar el resto de su vida. La viuda joven no tuvo más remedio que huir de aquellos vecinos que la querían ver enlutada para siempre. Para que no la criticaran ni especularan sobre su aventura con el sepulturero, metía en el bolso vestidos de colores para mudarse de ropa antes de llegar al cementerio. El sepulturero la veía llegar guapa, feliz y elegante, sin la ropa de viuda negra con la que saludaba a los vecinos chismosos y curiosos.
Una tarde otoñal, el sepulturero le pidió matrimonio. Ella no supo qué decirle. Delante de sus vecinos tenía que seguir siendo la pobre viuda joven. Estuvo unos días sin ir al cementerio para intentar olvidar la mirada del sepulturero. Su corazón se arrugó más de lo que ya estaba. Tomó una decisión. Se vistió de rojo y se puso unos tacones que nunca había estrenado. Atravesó las calles del pueblo segura de sí misma. No le importó lo que escuchaba a sus espaldas. La tristeza llevaba mucho tiempo enseñándole cómo tenía que vivir su propia vida. En la puerta del cementerio estaba esperándola el sepulturero. Esa mañana se olvidó colocarle flores frescas a la tumba de su marido ya muerto.
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