La grapa
La grapa presionó directamente en el dedo
índice. Fue un simple pinchazo, un leve roce en la piel. Ella siguió trabajando
sin darle importancia a las dos gotas de sangre que mancharon el folio. La
mañana transcurrió como todas las mañanas de un jueves de junio. Atendió las
quejas de los clientes que llegaban, como venía haciendo desde que la
contrataron en aquella empresa que vendía artículos de segunda mano. Al
terminar la jornada laboral llamó a una amiga para pasear y distraerse un poco, pero no nombró el incidente que había tenido.
Por la noche, sentada en el borde de su cama, notó que el dedo lo tenía rojo y le latía. Se acordó de la grapa y de las dos gotas de sangre que mancharon el folio. El corazón comenzó a palpitar como si estuviera hablándole y refrescándole la memoria. El latido era el mismo de aquel día cuando él entró en el baño, se vistió y cogió las llaves que estaban sobre la mesa del salón. Me voy, dijo desde la puerta de entrada. Él podía haber elegido quedarse, pero decidió marcharse sin decir nada. Ella pasó un tiempo, demasiado tiempo, sin saber cómo recomponer las piezas que estallaron en su interior. Ahora, en el borde de la cama, esa noche de junio, le latía el dedo índice y el corazón. Era como si el pinchazo de la grapa tirara por los hilos que llegaban al corazón y desasieran la cicatriz que creía cosida. Volvió a llorar en aquellas paredes que ya la habían acompañado en su tristeza. No era fácil distinguir qué lloro era más intenso, si el de ella o el de la pared que no era capaz de explicarle que no existe una regla exacta para sanar una herida.
Por la noche, sentada en el borde de su cama, notó que el dedo lo tenía rojo y le latía. Se acordó de la grapa y de las dos gotas de sangre que mancharon el folio. El corazón comenzó a palpitar como si estuviera hablándole y refrescándole la memoria. El latido era el mismo de aquel día cuando él entró en el baño, se vistió y cogió las llaves que estaban sobre la mesa del salón. Me voy, dijo desde la puerta de entrada. Él podía haber elegido quedarse, pero decidió marcharse sin decir nada. Ella pasó un tiempo, demasiado tiempo, sin saber cómo recomponer las piezas que estallaron en su interior. Ahora, en el borde de la cama, esa noche de junio, le latía el dedo índice y el corazón. Era como si el pinchazo de la grapa tirara por los hilos que llegaban al corazón y desasieran la cicatriz que creía cosida. Volvió a llorar en aquellas paredes que ya la habían acompañado en su tristeza. No era fácil distinguir qué lloro era más intenso, si el de ella o el de la pared que no era capaz de explicarle que no existe una regla exacta para sanar una herida.
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