Aprovechando la espera



Cuando voy al banco y espero mi turno para que me atiendan, me suelo perder en las conversaciones de los demás. No lo hago porque me interese la vida de los que esperan conmigo. Lo hago porque hablan alto y con sus voces no puedo concentrarme en otra cosa. Todos se quejan y rechistan. La salud es el tema que más destaca. Si uno tiene un dolor en el hombro, el oyente le da la solución que le sirvió cuando también lo tuvo. Los dolores son medallas que se van colgando para sentirse importantes y atraer la atención de su interlocutor. Y en esos momentos pienso si esa gente lee, escribe, cantan o hacen música para despistar a esos dolores que solo buscan ser más fuertes. En ese tiempo de espera nunca he oído que la gente agradezca el sol que entra por la ventana. Si hace frío, porque el frío no se va este año . Si llega el calor, porque un día de estos terminaremos achicharrados. Cuando peor lo paso es cuando comienzan a meterse con la lentitud de la cajera. A ella la conozco y me ha contado la presión que soporta. Trabajé muchos años en banca y sé que hay cosas que no dependen de tu aptitud: la complejidad de la operación que estás haciendo, el ordenador que se atasca, las quejas que oyes, lo que sabes que te queda y que no has hecho todavía, las respuestas  que te tragas de clientes impertinentes. Los que trabajan ahí son personas y no máquinas insensibles. Y supongo que los que rechistan no soportarían que en sus trabajos los señalaran mientras realizan su actividad. Puedo ir un jueves o un miércoles de junio, que las escenas se repiten.
Así que, si un día vas al banco y me ves callada, es porque me he perdido en las conversaciones de los demás. Lo hago porque he decidido no quejarme ni dejarme llevar por la moda que existe de centrarte solo en lo malo. Estamos perdiendo la costumbre de agradecer. Y si agradeces que tienes que esperar en la cola del banco, puedes escribir historias como estas.

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