El lector de cuerpos


Aquel hombre era capaz de leer con las manos. Cuando conocía a una chica y empezaba a tocarla, descifraba, caricia a caricia, los recuerdos más ocultos que estaban escritos en los folios que formaban las historias de ellas. A veces arrancaba soledades. A veces borraba errores inconfesables. A veces averiguaba frustraciones que ni la propia dueña sabía que existían. Aquel hombre había nacido con ese extraño don que lo convertía en intérprete de las epidermis de las mujeres a las que amaba. Había tenido encuentros largos, cortos, de horas, silenciosos; siempre sanadores. Después de tocarlas se duchaba y por el sumidero se desvanecía el pasado de ellas. Las dejaba libres de amores viejos y de los lastres que llevaban moldeados y que las condicionaban a amar de verdad. Completamente nuevas, las mujeres salían a buscar a aquel hombre que leía con las manos, pero ya se había ido muy lejos a buscar nuevos argumentos para seguir viviendo. Él, sin embargo, cuando se presentaba, decía que era arquitecto.

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