La novela de la abuela

Esta novela no la he escrito yo y como escritora soy muy mala. Solo he garabateado dos o tres versos de amor como ha hecho toda adolescente que se enamora por primera vez y que encuentra en los versos la manera de seguir creyendo en los príncipes perfectos de los cuentos. Pasaba muchos veranos con mi abuela. Ella vivía en el norte de la isla, en una casa que tenía un patio con muchas planchas, helechos y geranios. La belleza del patio hacía especial la casa. Cuando íbamos los domingos a visitarla ya tenía encima de la mesa algún refresco y un pudin de pan. Decía que era para que se nos quitara la fatigas que traíamos por el trayecto en coche. Alguna vez llegué a oír a mi madre y a mi tía que temían que la abuela pudiera tener una depresión. Era una mujer callada y muy reservada. Pero yo sabía que eso no era así. Ella acostumbraba a peinarme todas las mañanas. Cogía las matas de mi pelo y las trenzaba poco a poco, sin prisas, disfrutando con ese ratito que pasábamos juntas. Las primeras veces me hablaba de mi abuelo, un hombre de carácter agrio, que solo pensaba en el trabajo, y que pasaba muchas horas en la cantina bebiendo ron con los amigos. Poco a poco y, casi al mismo ritmo que crecía mi pelo, fue contándome cosas de su pasado, cada vez más íntimas. Un día, cuando el recuerdo de su madre la detuvo en la tarea de peinarme, mezcló sus pensamientos con la claridad de la mañana. Ese día me contó que su madre murió en el parto de su hermana pequeña. Ella tenía siete años y el recuerdo continuaba latente en la memoria, oscuro, con gritos y llantos que le estremecían el cuerpo. El padre se casó al año siguiente, con una mujer que lo hizo por intereses económicos y sin amor. Ella nunca quiso a su madrastra. Empezó a escribir para entender lo que le estaba sucediendo. Lo hacía a escondida, por las noches, cuando el padre no la veía y la hermana dormía. Un día, el más feliz de aquella época, la maestra eligió una de sus redacciones para una actividad del colegio. Fue cuando el padre se enteró de que pasaba horas escribiendo y con la cabeza perdida en tonterías que no le darían un futuro decente y digno. Tuvo que dejar de sombrear las hojas del cuaderno con letras, con palabras inventadas y con personajes que la protegían de un destino que no la tenía en cuenta. Escribir le servía para comprenderse y entender mejor su entorno. No pudo hacerlo ni a escondidas porque enseguida sentía el grito del padre o los ojos de la madrastra quemándole la espalda. A los dieciocho años, sin vocación y con miedo de perder todos sus sueños, comenzó a trabajar poniendo copas en un restaurante turístico. Tenía que ayudar en la economía familiar. Trabajada seis días a la semana y siempre llegaba muy cansada. El día que libraba intentaba quedar con alguna amiga. No quería que su juventud se le esfumara a cachos. En una de esas salidas conoció a mi abuelo y se casó con él para escaparse de aquel ambiente irrespirable. Volvió a escribir algunos versos, pero a los nueve meses nació mi madre. El cuidado de la pequeña le ocupaba las horas de la mañana, de la tarde y de la noche.
Cuando mi abuela murió prometí que todo esto se tenía que saber. Siempre he pensado que los que atraviesan esa franja misteriosa del cielo dejan a medios sus sueños y nos toca a nosotros completarlos. Esos encargos terminan siendo más importante que los tuyos. Ella tuvo dos hijas, mi madre y mi tía, y las dos siguen preguntándose por qué mi abuela era una mujer tan callada y reservada. Ahora ya entiendes que la novela no la he escrito yo. La escribió mi abuela mientras me iba trenzando el pelo. Ojalá pueda ver su cara de felicidad. Ella estará mirando la mía.

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