La guagua

Aunque saqué el carnet de conducir a los dieciocho años, iba a la universidad en guagua. Me sentaba detrás del chófer y siempre intentaba elegir el asiento pegado a la ventana. Desde mi posición miraba lo que ocurría durante la media hora que duraba el trayecto. Mi hermana, que venía conmigo, leía o repasaba alguna asignatura.  A mí me resultaba imposible porque desde que bajaba la cabeza, me ardía el estómago y parecían que me iba asfixiar. Controlaban a las personas que subían en cada parada, las manías a la hora de pagar y el lugar exacto en el que tocaban el timbre para bajarse. Así, poco a poco, me fui familiarizando con aquellos extraños con los que compartía una ruta. En la parada siguiente a la nuestra subía una chica con el pelo rizado, rubia, un poco pija, que masticaba chicle de fresa. Nos conocía de vernos por el pueblo y nos saludaba atentamente. Ella se quejaba diariamente del viento que tenía que aguantar en la parada. Supimos que estudiaba un módulo de peluquería porque su deseo era montar su propio negocio y no depender de un jefe.  A las siete y cuarto, cinco minutos más tarde de subir ella, se incorporaba a la guagua un chico guapo y con unas gafas de pasta que le daban un toque de intelectual. Él nunca nos dijo nada, pero sé que a mi hermana le atraía, porque estiraba el cuello y se tocaba el pendiente con la intención de llamar la atención cuando el muchacho pasaba delante de nosotras. Nunca le llegamos a oír su voz ni a saber el color de sus ojos. Los ancianos que iban a rehabilitación al hospital, la joven que gritaba los buenos días desde ponía el pie en el peldaño de la guagua, el señor que llegaba con el uniforme en una percha. Ellos estaban en ese recorrido diario, acompañándonos en silencio, con diferentes perspectivas y siendo fieles notarios de las horas que transcurrían hasta llegar a nuestro destino.

La vida en realidad es esto. Subidas y bajadas, paradas y desvíos; cruces de caminos a los que hay que enfrentarse para poder avanzar. A veces me pregunto qué será de todas esas personas que dejamos atrás en alguna estación o en la sombra de un andén y que, por el motivo que sea, estuvieron acompañándonos durante nuestro trayecto.

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