Día de la Danza

Lo guardo todo. O todo lo que puedo. Por eso sé que con trece años fui al teatro a ver un ballet. No había estado nunca en un teatro y fue como entrar en un lugar mágico y misterioso. Bailaba mi hermana y sus compañeras. Me coloqué en los palcos de la izquierda, llevaba un pantalón azul marino y un moño de bailarina, exactamente igual al que tenía mi hermana. No sé por qué motivo que, sin tener una foto de ese momento, me acuerdo de estos detalles. La actuación de las chicas de Vecindario resultó un éxito. También lo recuerdo. Supongo que, viniendo de un pueblo de viento y de aparceros, nadie apostaba por ellas. Hace años los pueblos eran pueblos. Las ciudades, ciudades.
Al día siguiente, cuando mi madre me preparaba el desayuno, insistí para que me apuntara en clases de ballet. Ella no quería. Mi cuerpo era muy débil y podía lesionarme. Pero insistí, volví a insistir, lloré, me quejé. Terminé convenciendo a mi madre. Di ese primer paso con trece años. La danza, como la vida, consiste en dar un primer paso y dejarte llevar por esa capacidad que tiene de decírtelo todo desde la esencia más absoluta. Esos pasos hilvanan palabras, pensamientos, soledades. Requieren esfuerzo, destreza y sensibilidad. La danza es por encima de todo, comunicación, siendo el cuerpo el que expresa. El cuerpo nunca miente. La danza es tan simple que su vocabulario lo entiende un anciano o un niño pequeño. No es de nadie, no tiene fronteras, y cualquiera puede acercarse a ella.
Han pasado treinta y dos años, ahora sí estoy débil, no puedo bailar, pero ella es la que pone orden dentro de mi propio caos. El teatro sigue siendo mágico y misterioso.

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