Los bancos


No dejo de mirar hacia afuera. Allí, en el banco de la plaza, se sentaban los mayores a hablar de sus cosas y a sentir el paso de las horas. Esa forma que tenían ellos de entretenerse sin tener en cuenta el día de la semana o la estación del año. Los bancos, tristes, comparten conmigo su angustia. Los mayores están en sus casas, protegidos, esperando a que esta pesadilla se vaya y no vuelva. Supongo que habrán buscado nuevos espacios en los que sobrevivir, dentro del salón de sus casas o en alguna habitación en la que se distraen hasta que llega la noche. No es lo mismo. El aire no les refresca la cara y no escuchan el silbido del viento, que, por mucho que asuste, siempre será un miedo que controlan. Las conversaciones las han parado en seco. Echarán de menos a ese niño que paseaba con su madre de la mano. Y al señor que vendía los cupones de la suerte en el estanco cerca de la plaza. Los mayores, con esa sabiduría de los años, manejan la certeza de que las rutinas de antes dejarán de ser unas para convertirse en otras. Desde el frío cristal de la ventana puedo ver un abril que también está frío. A la plaza le falta algo: las historias con las que los mayores confiaban en cada amanecer. Los bancos, un día más, soportan el vacío.

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